Le regaló el vestido de novia, aunque se supone que el novio no puede ver a la novia hasta el día de la boda. Pero él insistió: con este te verás perfecta. Y, desde luego, tenía razón. Aquel encaje de flores rojas en la cintura sobre la gasa blanca del fondo realzaba su figura. Era su talla. Ella se peinó con ondas largas como él le había dicho: así, mi amor. Te verás perfecta. Y, desde luego, su melena se veía sedosa y abundante con aquellas ondas de mar. Los invitados esperaban abajo. Todo estaba listo: la carpa coronada de flores blancas, el césped fresco regado de la mañana, las sillas en cuadrícula de campamento romano con sus fundas blancas atadas por la cintura con lazos rojos, como su vestido. Él lo había diseñado todo: ¿verdad que está perfecto así, mi amor? Desde luego, todo estaba delicioso. El jardín permanecía extrañamente en silencio, expectante, como un animal manso que solo levanta sus orejas bajo una franja de sombra. Ella se asomaba escondida tras el visillo de la ventana. Se apretaba las manos y el vientre, pero no bajaba. El novio esperaba de pie debajo de la carpa y sonreía aquí y allá dando palmadas en la espalda a sus amistades cuando se acercaban a felicitarle. Ella levantó la vista hacia el cielo, nubes blancas, arrugadas y eléctricas se elevaban en pared vertical. Desde la ventana, vio cómo se levantó un fuerte viento que agitó violentamente los lazos rojos y las flores blancas de la carpa. El novio miró hacia la ventana y ella sintió su insistencia a través del cristal y del visillo. Se apartó, se quitó el vestido con encaje de flores rojas en la cintura y salió desnuda al jardín. El viento desbaratando las ondas del pelo, los invitados boqueando en una mueca muda de O, el novio palideciendo con los ojos muy abiertos y ella… Ella se elevaba, se elevaba buscando las nubes.
