No había Luna y tampoco farolas que entorpecieran con su resplandor naranja. Era verano, los grillos cantaban cumpliendo su deber y mis padres sacaban las mesas de picnic al fresco de la calle para cenar. Vivíamos en las afueras del pueblo, pegados a la rambla, un lugar escarpado de matorrales, tres higueras bordes, piedras redondas y gordas y algún somier oxidado arrastrado por los torrentes y encallado después entre la maleza. Cómo me gustaba perderme entre los terraplenes de la rambla con mis amigos de la calle. A veces, encontrábamos un perro muerto, el olor nauseabundo delataba la posición del cuerpo. Nos daba miedo aquel hocico desencajado con la lengua fuera y morada, tocando la tierra. Pero disimulábamos tirándole piedras y supongo que hasta nos divertía el retumbar fofo de la piedra contra el animal. Acudíamos sucios a la hora de la cena, nos tomábamos el bocadillo, bien sentaditos en la mesa, guardando el secreto del perro muerto para que nos dejaran volver a la rambla. Las noches de verano con luna nueva eran las mejores. Allá abajo el cielo era aún más negro, nítido, abismal. El cielo de mi niñez era inmenso, picado con millones de puntos de luz y yo me quedaba sentada en una de aquellas piedras redondas y gordas, contemplando el cielo, el espacio, los brazos blancos de la vía láctea… Mis amigos se reían, decían que me quedaba ahí porque me daba miedo caminar en la oscuridad. Pero qué va. Quería empaparme de noche, compadecerme del perro muerto porque yo me sentía igual de insignificante tocando la tierra con mis manos moradas. Mis veranos pasaban esperando las noches de luna nueva. Ya nunca más he vuelto a ver ese cielo.