Los pasillos de los institutos son cacerías salvajes para los más débiles.
Alguien agacha la cabeza, avergonzado ante la mirada de quien le gusta. Otro camina tras un grupo de cinco, siendo el sexto en discordia. Un tercero se sienta a la sombra y cuenta los mordiscos de un bocadillo que no quiere que se acabe, porque la boca estará vacía y las palabras estancadas, esperando a ser compartidas con nadie.
Estoy acostumbrada, podría decirse, y eso no me gusta. No tengo todas las respuestas y, sin embargo, ya son demasiadas preguntas.
El patio, esa jauría de risas y silencios, parece lo opuesto a la felicidad. Al final, todo acaba resumiéndose en reprimir. Reprimir un miedo, un sentimiento, un disgusto, un grito, una opinión distinta, un amor huidizo, una insatisfacción, un susurro y un secreto. Entonces, el que agacha la cabeza se acostumbra a mirar al suelo; el que no tiene grupo acaba yendo solo; el que no encuentra con quien hablar se asusta cuando alguien se decide a hacerlo.
Yo soy ese alguien. Sí, tengo la estúpida manía de querer hacer las cosas bien, pero, ¿quién es capaz de hacerlas del todo? Se intenta. Por eso, cuando estoy de guardia, hago mi trabajo: miro, pero también veo. Lo veo sentando solo y perdido, y soy yo la que dice: «Hola». Cambian las miradas en un momento. Pero no es el único, hay más, y lo vuelvo a intentar con preguntas escuetas y con sonrisas sinceras. Lo hago porque, en parte, me recuerdan a mí y a la forma en la que aprendí a amarrar las emociones y a no expresarlas.
Eso vuelve a preocuparme.
Lo veo en el aula también, un espacio más pequeño donde disimulan mejor. Ahí es más difícil darse cuenta. Pero hay pequeños detalles, murmullos, algo en la forma en la que te llaman para que te acerques. Algo que no esperan: la protección, puede que el instante en el que les has mirado a los ojos y han podido relajar los hombros. Tienen miedo a expresar cualquier emoción que los descubra y a mí me preocupa que, de pronto, sentir sea un pecado entre los adolescentes. Se ríen de sus propios sentimientos para restarles importancia, cuando, después, es evidente que les duele.
El dolor es el dolor, sin embargo, en él, de vez en cuando, surgen muestras exacerbadas de alegría. Y ocurre, un día, sin previo aviso. Has cedido la voz y ya no hay vuelta atrás, por lo menos han vencido una barrera contigo. Un «hola» tímido de unos ojos conocidos; unos pasos que corren detrás de ti solo para recordarte que después tenéis clase; un libro que te prestan; una puerta que te abren; un voluntario que te ayuda, una sonrisa, un abrazo inesperado que te deja sin aliento.
¿Y qué tiene que ver esto con la literatura? Para mí todo. Siempre es todo, a lo mejor porque los libros han sido mi eterno bocadillo, el que me evitaba hablar. ¿Y qué son ahora? Lo contrario, de lo que hablo, sin cese y a menudo con premeditación y alevosía. Aunque también siguen siendo el silencio. No me di cuenta hasta el otro día. Situación: guardia de patio (cosa que odio, porque parece una cárcel en la que le das vueltas a las llaves durante 30 minutos). Iba leyendo cuando un compañero se me acercó y me sacó de mi ensimismamiento: «Guarda ese libro, que todos van a saber que eres de lengua». Después fueron dos alumnas, que se aproximaron a preguntarme qué leía. Otro que me gritó desde las gradas. Un grupito que pasó por mi lado corriendo y saludaron con entusiasmo. Un «maeh’tra» bien alto que me hizo sonreír, porque venía del segundo más inquieto.
Sí, quizá iba leyendo, y puede que se hubiese dado cuenta más gente de la que pensaba, sin embargo, en ninguna de esas ocasiones me importó cerrar el libro para intercambiar unas palabras, porque, a decir verdad, en este momento no recuerdo qué capítulo estaba leyendo, pero sí soy capaz de rememorar todas las caras que pasaron por mi lado e hicieron de mi pasillo propio un lugar del que no quería irme.
La soledad. Siempre la soledad.
Y parece trágico porque lo es. A su edad tenía algo de ellos que se cura después con mucha paciencia y esfuerzo, un proceso lento en el que vences al ser que tú creaste con ayuda de otras personas. Quiero ser lo opuesto, quien desmorona el silencio al que se han acostumbrado. Aún están a tiempo de vencerse, de aceptarse, de alzar la mirada sin pudor, de dar un paso al frente y encontrar el hueco, de hablar. Hablar alto, fuerte, entre el ruido de los pasillos, y recordar que, pese a la multitud, también existen, que la cacería no es más que unos metros pasajeros y que ellos deciden cómo y con quién recorrerlos.