EXTRAÑOS EN UNA NOVELA O CÓMO SE ENAMORAN LOS PERSONAJES

Título largo. Extraño. Farragoso. Como diría mi compañero y amigo David, ¡vivan los títulos largos! Aunque, en este caso, se debe a una necesidad. Sabéis que tengo por costumbre utilizar referencias de novelas de la literatura universal, en este caso, Patricia Highsmith y Extraños en un tren. Esta novela ha sido una metáfora muy recurrente en la historia del cine, la televisión y la literatura, y como quería hablar de amor novelado y cómo se crea de la absoluta nada, he pensado que me venía como anillo al dedo (no hay asesinatos, tranquilos).

Hablar de amor es hablar de caos. ¿Quién diría con esta premisa que escribo novela romántica? Imaginadlo así: si es un caos en la vida real, cuando las dos personas (o tres o cuatro, ahí ya no entro) existen y tienen todos los condicionantes para que la fortuna (o la locura, o el alcohol, o una aparición divina) los lleve a encontrarse, pensad lo que es para un escritor crear a dos seres de principio a fin. ¿Quiénes son? ¿De dónde vienen? ¿Cómo actuarían en una u otra situación? ¿Qué les gusta (en la vida, en las relaciones, en la cama)? ¿Qué miedos tienen? ¿Qué ambiciones? ¿Qué relaciones familiares, de amistad o románticas? ¿Quiénes forman parte de sus vidas? ¿Por qué? Y más porqués, y más, y más.

Cuando creas a un personaje eres un niño de tres años que se lo cuestiona todo. Algunas preguntas las puedes contestar con eso que a los profesores nos gusta tanto mencionar: nuestro conocimiento enciclopédico del mundo, o lo que es lo mismo, lo que nuestras amistades y la gente que tenemos cerca nos cuentan (tengo varias querellas criminales por este asunto). Sí, esa es una fuente de documentación. Detalles de personas a las que quieres, admiras, te hacen reír, te duelen o te enamoran sirven para definir a un personaje, pero, al fin y al cabo, no son el personaje. Sea como fuere, no vengo a hablar del proceso de creación de los personajes (alguien en su casa: «Ah, ¿no?»). En otra ocasión lo haré.

Supongamos que ya hemos pasado por todo el proceso de convivencia con esos dos personajes (a veces tres, por no ponerlo fácil). Digo convivencia porque viven conmigo durante el tiempo que me lleva escribir la historia en cuestión. En el trabajo, en el autobús, en la ducha, paseando a Maxi, mientras me saco una fotografía horrorosa para Instagram, etc. ¡Bien! We got it! ¿Ahora qué? ¿Qué misterioso poder del azar va a llevarles a conocerse? ¿Qué será lo primero que se digan? ¿Y los diálogos siguientes? ¿Y las desconfianzas? ¿Las desilusiones? ¿Y los impulsos? ¿Qué pasa con las muestras de cariño? De repente, ante tantas preguntas, me pongo nerviosa, por él, por ella. Para los que alguna vez me habéis dicho: «¡Eh, ¿eres la protagonista de tu novela?!». Pues no, ¡NO! Insisto en ello (otro día también puedo hablar de esto), de hecho, diré que mis personajes masculinos tienen más de mí que los femeninos. En cualquier caso, están en el sofá de algún loft, de una casa de campo, de un hotel, y tú estás ahí, en una esquina, mirando y pensando en esos dos extraños para los que quieres un maldito final feliz, como otros muchos extraños, a diario, querrían haber logrado al acabarse un café, al amanecer tras una noche intensa o al salir de la cama de alguien para no volver a ella nunca más. Así que te quedas en silencio y contemplas la escena con recelo. Recelo de él y de ella, porque tú los conoces a ambos y sabes que podría haber una posibilidad, un momento de complicidad que dé paso al siguiente capítulo.

Es entonces cuando te das cuenta del peso de las palabras. Podrías empezar de mil maneras distintas, cualquier cosa. O podrías empezar diciendo algo que sabes que al otro le gustaría escuchar. Sin embargo, hacer eso sería trampa, porque son dos extraños, porque las coincidencias existen hasta cierto punto y porque esto es como ¿Quién quiere ser millonario?, solo tienes un comodín del público. ¿Qué es el comodín del público os preguntáis? Es lo que yo utilizo para escribir un momento que nadie se creería. Eso que alguna vez hemos leído y en nuestro fuero interno hemos tachado de irreal. Así que te guardas el comodín para una urgencia. Tienes que optar por otra cosa. En ese momento, caes en la cuenta de que tú ya has escogido un destino para ellos y que cualquier frase será oportuna para que se presten atención. Estoy pensando ahora mismo en Elsa y Jordi de ¿Has visto cómo llueven las flores? Las primeras palabras que se dicen son:

¿Cómo estás? (Elsa)

¿Muerto? (Jordi)

O cuando Elsa conoce a Hugo, muchos años atrás, y basta un «¿quién eres?» para sostener toda su relación.

Lo realmente difícil de todo es darse cuenta de que llega un momento en el que todo cambia. Tú solo realizas un acto mecánico, el de teclear, porque la historia te la cuentan ellos. A medida que se acercan, que dejan de ser unos extraños, son capaces de alejarse de ti, de quedarse solos en ese sofá, de impedirte que estés ahí, porque ya te lo contarán después. Aun así, no dejas de ser una espía. Siempre. Un escritor es un oyente. Lo confieso aquí y ahora. Me encanta escuchar música, por eso, si voy sola, siempre llevo, sin excepción, los auriculares puestos, pero si hay ALGO en mi aislamiento que me llama la atención, bajo el volumen y escucho. Simplemente me dedico a escuchar, porque no hay nada a mi alrededor que no me cuente cosas. Soy incapaz de permanecer indiferente a las palabras que oigo. E imagino que mis personajes, cuando se conocen, tampoco pueden permanecer ajenos a ellas, porque detrás de una voz, de una pregunta, de una mirada, está la línea que se borra y que se lleva consigo la palabra extraños.

 

¿Os habéis cruzado con muchos extraños?

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