El viento del desierto barre la llanura de Tell el -Amarna, salpicada aquí y allá por solitarias y extrañas ruinas encajadas en la arena como galeones varados en una playa perdida. Dos columnas del Gran Templo de Atón; pequeñas y desdentadas paredes de lo que una vez fueron casas; cimientos de palacios y templos al raso; bóvedas aplastadas contra el suelo de hornos y cervecerías; amplias avenidas engullidas por el polvo; jardines sin cuento y sin flores; un gran puerto para barcos convertido en uno para peces, son los restos de Akhetatón, «El horizonte de Atón», el arruinado y polvoriento testamento de un soñador, el faraón Akhenatón, que protagonizó una revolución como el mundo no había visto antes: la proclamación de un único dios verdadero, Atón, «la energía creadora y vivificadora del Sol».
La religión egipcia era una suma de cultos, de creencias y rituales locales en permanente evolución que coexistían y se relacionaban entre ellos sin llegar a ser excluyentes. Como consecuencia, el panteón egipcio no sólo era amplio, sino que además encarnaba visiones distintas de la creación y del papel del ser humano en el mundo y su relación con los dioses. Esto era de suma importancia, pues los egipcios creían que el Universo existía por la acción de los dioses, los cuales tenían unos representantes terrenales, los faraones, que eran los encargados, a través de su relación con ellos, de garantizar que el orden cósmico, maat, prevaleciera sobre el caos.

El mantenimiento de dicho orden, la salida y la puesta del sol, las estaciones, la llegada de la inundación anual del Nilo y la posterior retirada de sus aguas dejando tras de sí el fértil limo, era tarea de los dioses, pero el faraón, como su delegado terrenal, debía cumplir con su parte: los cultos y ofrendas a las divinidades. Desde el Imperio Medio (2119-1793 a.C.), pero sobretodo en el Nuevo (1550-1069 a.C.), Amón se había convertido en el dios nacional. Con el tiempo, sus sacerdotes, instalados en Karnak, empezaron a desempeñar un papel cada vez más importante en las decisiones del Estado.
Tebas (en egipcio, Ipt-swt) era la ciudad de Amón, en ella se lo veneraba desde tiempos inmemoriales, pero también se rendía culto a otras divinidades locales, Khonsu y Mut. Los templos, como el de Karnak, estaban pensados para albergar de manera segura la estatua del dios dentro de un recinto fortificado separado del mundo exterior. En su interior, siguiendo el diseño tradicional, se hallaba un patio porticado al aire libre que daba paso a una serie de salas rituales cubiertas, cada vez más angostas y oscuras a medida que se avanzaba, que desembocaban en el sancta sanctórum, el lugar más sagrado del recinto, donde se encontraba la estatua del dios. A esta pequeña estancia sólo podía acceder el faraón, o en su lugar la persona o personas delegadas por él, los sacerdotes.

Pero en el año 1364 a.C. las cosas empezaron a cambiar. En esa fecha subió al trono de Egipto Amenhotep IV, «La estabilidad de Amón», hijo de Amenhotep III y de la reina Tiy, y al poco tiempo ordenó la construcción, dentro de Karnak, el gran templo de Amón en Tebas (de casi 150 hectáreas edificadas), de uno dedicado a Atón, el disco solar. A diferencia de los templos tradicionales, en el nuevo santuario la liturgia se realizaba al aire libre, en presencia del dios, que se manifestaba a través de su luz y su calor. Tampoco había sancta sanctórum ni estatua de divinidad alguna, pues Atón estaba en todas partes y no se lo podía representar físicamente a través de estatuas antropomórficas, zoomórficas o la mezcla de ambas, que era como se simbolizaba a los dioses tradicionales egipcios. El rey se autoproclamó Gran Vidente de Atón.
Mientras se levantaba el insólito templo, el faraón se había casado con Nefertiti, «La de la hermosa cabeza», una mujer con la que engendraría seis hijas y cuyo papel sería decisivo en la revolución que estaba a punto de comenzar.

La construcción de un templo a Atón dentro del gran templo de Amón no debió de dejar indiferente a nadie, especialmente al poderoso clero amoniano, sobretodo porque constituía una poderosa declaración de intenciones por parte del faraón. Con la potenciación del culto a Atón los nuevos reyes pretendían reducir la potestad del clero de Amón. Esta casta sacerdotal no había dejado de acaparar poder debido a que era desde hacía décadas uno de los principales instrumentos de legitimación de la monarquía, por lo que su influencia no había hecho más que crecer gracias a las contrapartidas que los monarcas le otorgaban por su apoyo, pero ahora, su posición se veía seriamente amenazada por la joven pareja real y su dios. Viendo peligrar su estatus, los sacerdotes tebanos rechazaron de plano las reformas y alentaron el descontento en la sociedad. La respuesta real no tardó en llegar, y fue contundente.
En el quinto año de su reinado Amenhotep IV se convirtió en Akhenatón, «Aquél que es agradable a Atón», proclamó la existencia de un único dios, Atón, anuló la autoridad espiritual y temporal de los sacerdotes de Amón, suprimió todas las castas sacerdotales de Egipto y ordenó cerrar los templos del país salvo los del culto solar. De un plumazo, Akhenatón y Nefertiti acabaron con dos mil años de religión egipcia. Pero los cambios no habían hecho más que empezar.
El padre de Akhenatón, Amenhotep III, con la intención de restar influencia sobre el gobierno del Estado al clero de Amón, había trasladado su residencia, ergo de la corte, a su nuevo palacio en Malqata, en la orilla oriental del Nilo; pero lo que hizo el nuevo faraón constituía una ruptura total, una revolución que pretendía instalar un nuevo orden. Los reyes abandonaron Tebas para no regresar jamás.
En un remoto y desolado paraje, a caballo entre Tebas y Menfis, la joven pareja real estableció su solaz. Según consta en una de las grandes estelas talladas a modo de mojones en las montañas de los alrededores de la nueva capital, Akhetatón, «El horizonte de Atón», la localización de la urbe le fue revelada a Akhenatón por el mismo Dios. La ciudad se levantó en un tiempo sorprendentemente breve gracias a la utilización de procedimientos de construcción revolucionarios para la época, empezando por el trazado geométrico ortogonal (hipodámico) de su plano, y siguiendo por el uso de ladrillos y sillares normalizados (fabricación estandarizada) y elaborados en serie.

En la nueva ciudad los reyes pudieron poner en práctica sus proyectos sin oposición alguna. El centro de la urbe estaba ocupado por dos templos consagrados a Atón, en los que el sol era el protagonista junto con la familia real. Akhenatón era el máximo oficiante del culto, pues se consideraba su hijo y su reencarnación. El monarca era el único iluminado que conocía la revelación y las enseñanzas de su padre Atón, en consecuencia, era el intermediario entre él y la humanidad. Pero Nefertiti y sus hijas también participaban de la divinidad; de hecho, aparecen siempre representadas, en las tumbas de los alrededores de la ciudad, recibiendo los rayos del sol y reflejándolos luego, cual espejos, sobre la tierra.
La transmisión de las enseñanzas del dios único, no obstante, la realizaba el propio faraón a través de los Himnos a Atón, una suerte se composiciones de carácter religioso que, como en el caso del Gran Himno a Atón, poseen una delicada intensidad lírica y emotiva. Algunos de estos himnos, por otra parte, guardan interesantes similitudes con salmos bíblicos, como es el caso del mencionado arriba, que se halla en la tumba amarniense (no utilizada) de Ay, un destacado consejero real que con el tiempo se convertiría en faraón, concretamente con el Salmo 104:
Himno: « ¡Cuán numerosas son las obras que has creado, aunque estén escondidas a nuestros ojos, oh Dios único que no tiene par!»; Salmo: ¡Cuán numerosas son, Yahvé, tus obras, y aunque no las veamos, llena está la tierra de ellas». En ambos textos se alaba a un dios creador. Las dos divinidades aparecen en el cielo: «Te has revestido de esplendor y majestad, te envuelves de la luz como de un manto» (Salmo); «Apareces lleno de belleza en el cielo. Eres hermoso, grande, brillante» (Himno). Los dos dioses riegan la tierra con el agua de vida: «Riegas los montes desde tus estancias, se sacia la tierra con el fruto de tus obras; haces crecer la hierba para el ganado y el pasto para el servicio del hombre» (Salmo); «Has puesto un rio en el cielo para que baje para ellos; forma las corrientes de agua en las montañas para regar los campos» (Himno). Y son los responsables y garantes de los ciclos vitales diurnos y nocturnos: «Pones las tinieblas y llega la noche, en ella se agitan todas las bestias. Rugen los leoncillos por su presa» (Salmo); «Todos los leones han salido de su antro al anochecer, y todos los reptiles muerden» (Himno).
En la época de Akhenatón, el imperio egipcio se extendía por el sur hasta bien entrada Nubia, el actual Sudán; por el norte, hasta las proximidades de Anatolia, Turquía; y por el este, hasta Siria. Como el culto a Atón se había convertido en el único oficial, se celebraría en todo el territorio controlado por Egipto, por lo tanto, bien pudo haber influido en los ya existentes en Oriente Medio, tal vez a través de un proceso, más o menos intenso, de sincretismo religioso, lo que podría explicar las similitudes que hemos comentado entre el Gran Himno a Atón y el Salmo 104 de la Biblia, entre otros.
Sea como fuere, la nueva religión pretendía ser cognoscible gracias a las enseñanzas reveladas por Dios a su profeta, el faraón Akhenatón, compiladas en unos pasajes sagrados compuestos por el rey, los mencionados Himnos a Atón, que se inscribieron en estelas monumentales en las montañas circundantes así como también en otras colocadas en la misma ciudad. Estos textos servían de guía litúrgica para los fieles en unas celebraciones presididas por el dios que, a través de su energía, creaba y garantizaba la vida y mantenía el equilibrio del Universo, pero sin intervenir en los asuntos mundanos del ser humano: en el Atonismo, la primera religión monoteísta conocida en el mundo, el ser humano disfrutaba de libre albedrío.

La libertad que confería la nueva religión alcanzó también la esfera del arte. Las representaciones artísticas tradicionales eran una manifestación de la creencia en la «otra vida» y al mismo tiempo una expresión del triunfo del orden, maat, sobre el caos. Se buscaba la permanencia y la inmutabilidad a través de un arte altamente idealizado que aspiraba a ser eterno, de ahí que una estatua de un faraón del Imperio Antiguo (2707-2170 a.C.) fuera prácticamente idéntica a la de uno del Nuevo (1550-1069 a.C.). Pero, como decimos, Akhenatón también cambió eso. Las obras de arte del período Amarniense (así llamado por el nombre actual del emplazamiento de la ciudad, Tell el-Amarna), son de un gran realismo y dinamismo. En ellas hay expresividad, cotidianeidad y humanidad. Los reyes aparecen rodeados de sus hijas, e incluso con ellas sentadas o de pie sobre sus regazos, como si estuvieran jugando en familia mientras son bañados por la luz del sol, de Atón. Los cuerpos, por su parte, aparecen algo deformados: los pechos y caderas son prominentes, las extremidades, especialmente los dedos, se representan inusualmente alargados, así como también sus cabezas y ojos.

Estas deformidades podrían ser consecuencia de una enfermedad, relacionada a veces con la endogamia, llamada Síndrome de Marfan, que afecta al tejido conectivo del cuerpo que está formado por diversas proteínas esenciales para la dermis, los huesos, los pulmones, los ojos y los sistemas nervioso y circulatorio. También es posible, no obstante, que el alargamiento craneal que presentan las imágenes de Amarna pueda deberse a una práctica relacionada con la jerarquía social, como existe, por ejemplo, en algunas tribus del interior de África, en las que los individuos de la clase dominante son sometidos a un tratamiento de alargamiento de su cráneo a través de la colocación de un vendaje oclusivo ya en su tierna infancia. Sea como fuere, los cráneos alargados de esta época son un ejemplo insólito y único en el arte.

Pero la nueva religión creada por Akhenatón nunca floreció en su totalidad en Egipto. Fue una doctrina promovida desde la monarquía que la mayoría nunca entendió ni siguió. El pueblo, apegado a sus costumbres ancestrales, mantuvo casi en su mayor parte su devoción por los dioses tradicionales, unas divinidades que la gente podía tocar y a las cuales podía brindar ofrendas en el altar de su casa. Asimismo, muchos escribas y artistas, dedicados a la creación de papiros con las fórmulas mágicas y dogmas propios de la religión tradicional, se vieron seriamente afectados por su proscripción, algo que también les ocurrió a los artesanos que fabricaban estatuillas y amuletos de los dioses ancestrales, por lo que todos ellos rechazaron la nueva religión. Además, los templos que fueron cerrados dejaron sin trabajo a miles de sacerdotes y a un sinnúmero de personal que de manera indirecta dependía de ellos, como por ejemplo campesinos y ganaderos, que si bien no estaban sujetos a servidumbre, su subsistencia y la de sus familias estaba ligada a esos recintos sagrados. Y lo más trascendente de todo: si los dioses tradicionales ya no existían, ¿qué pasaba con la «otra vida»? En el paraíso había problemas.
Finalmente, en el año 1352 a.C., Nefertiti se desvaneció sin dejar rastro. Unos creen que falleció, otros, por el contrario, que cambió su nombre por el de Esmenkhare, un personaje oscuro que fue corregente de Akhenatón en sus últimos años de vida y lo acabó sucediendo brevemente en el trono. Luego, apenas cinco años más tarde, el faraón también desapareció y, con la pérdida de su creador y profeta, el atonismo perdió su referente ideológico y la reforma religiosa languideció hasta desaparecer para siempre. Después de su óbito, y tras un período convulso del que poco se sabe, accedió al trono un faraón niño, Tutankhatón, quien unos años más tarde abandonó Akhetatón, la ciudad levantada por el que suponemos su padre, cambió su nombre por el de Tutankhamón, regresó a Tebas y restauró la religión tradicional.
Sería unas décadas más tarde, con Horemheb (1319-1292 a.C.) y sobretodo con Ramsés II el Grande (1279-1213 a.C.), cuando el reinado de Akhenatón sería proscrito, tildado de herético y su recuerdo borrado de la historia a través de la damnatio memoriae y la consiguiente destrucción de sus imágenes y monumentos por todo Egipto. Pero su legado, el monoteísmo, de alguna manera aún pervive en la creencia de miles de millones de personas de todo el mundo en un único dios creador de todas las cosas.

En septiembre de 2010, National Geographic hizo público un exhaustivo estudio dirigido por Zahi Hawas, entonces director del Servicio de Antigüedades de Egipto, realizado a varias momias, entre ellas las de Tutankhamón y Amenhotep III, los supuestos hijo y padre de Akhenatón. Las muestras de ADN tomadas de estos dos cuerpos fueron cotejadas con otras procedentes de varias momias encontradas en la tumba KV 55 del Valle de los Reyes, junto a Tebas, la actual Luxor. Y una de ellas presentaba un patrón genético que encajaba con el de Akhenatón a través de su relación familiar con Amenhotep III, su padre, y con Tutankhamón, su hijo. Pero, ¿qué estaba haciendo la momia de Akhenatón en una tumba del Valle de los Reyes, en Tebas? Pude que su hijo, Tutankhatón, cuando decidió abandonar Akhetatón, la «Ciudad del sol», cambiar su nombre por el de Tutankhamón y establecerse en Tebas, restaurando así la religión tradicional, sacara la momia de su padre de su tumba en Amarna y la llevara con él a Tebas, donde sería inhumada como la de cualquier otro faraón, para asegurarle así la «otra vida».
Sobresaliente como siempre, Rubén 😉
Me gustaLe gusta a 1 persona
¡Extraordinario artículo! 🙂 🙂 🙂
Me gustaLe gusta a 1 persona