A lo lejos, mientras en la inundada llanura tebana los dos gigantes petrificados cantaban con la salida del sol, las últimas piedras que bloqueaban la entrada del angosto pozo se precipitaron hacia la oscuridad empujadas por las sucias y desconchadas manos de los obreros. Luego de una tensa espera, entretanto el polvo removido se asentaba y la tenuemente sonrosada luz del crepúsculo iluminaba la obertura dejando entrever a su paso algunos breves y difusos detalles del interior de la oquedad, los hombres se apresuraron a introducir por el agujero el tronco de palmera que había sido utilizado por los Rassul, un conocido clan de saqueadores de tumbas, durante una década para descender a su furtiva cueva del tesoro. Mientras los auxiliares del Servicio de Antigüedades aseguraban el peculiar sistema de descenso e iluminaban el fondo del pozo haciendo descender antorchas sujetas por cuerdas, un hombre fornido y resuelto de barba cuarteada por el tiempo escrutaba el rostro de Mohamed Abd el-Rassul, el cabecilla de la banda de ladrones, esperando hallar en el mismo algún atisbo de duda o de certeza, entretanto rememoraba el largo y tortuoso camino que lo había conducido hasta allí.
Situados en la zona inundable del Valle, cerca de Tebas, los Colosos de Memnon son el último vestigio de lo que una vez fue el templo funerario de Amenhotep III (1388-1350 a.C.). En la mitología griega, Memnon era un rey de Etiopía, hijo de Titono y Eos y sobrino de Príamo. Durante la guerra de Troya, Memnon resultó muerto como consecuencia de un enfrentamiento con Aquiles. Su madre, Eos, destrozada por la pérdida, pasó el resto de su vida llorando. Cuenta una leyenda que aún lo sigue haciendo durante las noches frías en forma de rocío. Conmovido por el dolor de Eos, Zeus le concedió la inmortalidad a Memnon. El origen del nombre de estas dos estatuas sedentes se encuentra en este mito, pues al amanecer, cuando el frío de la noche del desierto aún se dejaba sentir a través de una fina brisa que atravesaba las fisuras y grietas de los cuerpos de los gigantes, en los alrededores se podía escuchar cantar a los colosos. Hace unos años, su canto fue abruptamente interrumpido por la restauración de los colosos.
Desde hacía años, y cada cierto tiempo, aparecían en el mercado negro valiosos objetos de época faraónica. August Mariette (1821-1881), jefe del Servicio de Antigüedades, logró hacerse con un ejemplar del Libro de los Muertos, una guía para el Más Allá que había pertenecido a Henuttaui, una reina de la Dinastía XXI. El papiro se encontraba en perfecto estado de conservación: los colores de las viñetas en los que se describía el viaje de la soberana hacia la resurrección se habían conservado vivos y brillantes, luego la tumba debía de haberse hallado recientemente, intuyó Mariette. En los años siguientes fueron apareciendo más ejemplares del Libro, todos realizados para reyes, reinas y príncipes de un mismo linaje: la familia de Pinedjem, un rey-sacerdote. Con el tiempo también empezaron a salir a la luz valiosísimas joyas. Para Mariette pronto resultó evidente que se había hallado una nueva tumba, pero no una cualquiera, sino una real, de la Dinastía XXI (1069-945 a.C.), y su contenido se estaba poniendo a la venta poco a poco para intentar no levantar sospechas sobre su procedencia.
En la ceremonia (pasaje) del Pesado del corazón, perteneciente al Libro de los Muertos (para los egipcios, el Libro de lo que está en el Más Allá) se encuentra el origen del Juicio Final del judeocristianismo. Este libro es una suerte de guía para alcanzar la «otra vida». El difunto va cubriendo etapas y sorteando peligros hasta llegar a dicha ceremonia. En la misma aparece el difunto en tres ocasiones. Arriba, en el ángulo superior izquierdo, se presenta ante los guardianes de la «sala del juicio». Una vez dentro, aparece abajo a la izquierda, tomado de la mano de Anubis (Inpew, en egipcio), el guardián de las necrópolis, patrón de los momificadores y guía en el Más Allá, que lo lleva ante una balanza, en cuyo plato derecho se encuentra la pluma de Maat, diosa de la Justicia y la Verdad, mientras que en el izquierdo, el finado coloca su corazón (para los egipcios la sede de la conciencia, los sentimientos y la sabiduría). Entonces el enjuiciado enumera una serie de pecados que jura no haber cometido, mientras Toth, dios de la Ciencia y la Escritura, levanta acta. Ambos platos deben quedar equilibrados para que la sentencia, dictada por Osiris, el dios del Inframundo, resulte favorable y el difunto sea declarado «justo» o «justificado». Tras él se encuentran Isis y Neftis, las hijas de Osiris. Junto a la balanza aparece también Amit, un animal mitad cocodrilo mitad león mitad hipopótamo que devora los corazones pecaminosos
Mariette se propuso encontrar el origen de tan valiosos objetos, pero la muerte lo encontró a él antes, cuando apenas no había hecho más que empezar su investigación. Su sucesor en el cargo, el también francés Gastón Masperó, hizo del asunto su máxima prioridad. El nuevo director del Servicio de Antigüedades de Egipto llegó a Luxor, la antigua Tebas, el lugar del que procedían los artefactos espoliados, pues allí fueron enterrados los reyes de la dinastía XXI, en abril de 1881, acompañado de Charles Edwin Wilbour (1833-1896), un periodista y egiptólogo estadounidense que pasó a la posteridad por realizar la primera traducción al inglés de Los miserables, la magna obra de Víctor Hugo, y por el descubrimiento de los Papiros de Elefantinay de la Estela del hambre, un texto este último de la Dinastía III (2707-2640 a.C.) que habla de una importante hambruna, causada por una escuálida crecida del Nilo, durante el reinado del faraón Zoser, el constructor de la primera pirámide.

Wilbour parecía tener un don a la hora de recuperar antigüedades robadas (el Museo de Brooklyn se creó gracias a dicha habilidad) y no tardó en descubrir, haciéndose pasar por un excéntrico e inescrupuloso capitalista americano que una familia, los Abd el Rassul, de Qurnet Murai, un pueblo situado junto al Valle de los Reyes, el lugar de enterramiento de los reyes del Imperio Nuevo (1550-1069 a.C.), había, años atrás, hallado una tumba perdida. Durante generaciones, los Rassul habían hecho del espolio de tumbas su profesión, pero se rumoreaba en los bajos fondos que su último descubrimiento era, con mucho, el más importante de todos.
El plan no tardó en dar sus frutos. Ahmed abd el Rassul aceptó entrevistarse con Wilbour en Qurnet. El encuentro, para estupefacción del americano, se produjo en el interior de una tumba. Lo cierto es que los habitantes del lugar, que habían edificado sus casas sobre un gran cementerio de época faraónica, vivían de su saqueo y no tenían el más mínimo pudor en recibir a todo aquel que estuviese dispuesto a ofrecer una bonita suma a cambio del objeto de su pillaje. Wilbour salió de allí con varios fragmentos del vendaje de la momia del faraón-sacerdote Pinedjem I.
Unas semanas más tarde, Émile Brugsch, segundo de Masperó, el nuevo jefe del Servicio de Antigüedades, llamó a Luxor Ahmed abd el Rassul, pero éste lo negó todo. Sus problemas, no obstante, no habían hecho más que empezar. El gobernador, Daud Pachá, también deseaba localizar la tumba, en parte para apuntarse un tanto ante el Gobierno, pero sobre todo para hacerse con cuantas antigüedades pudiese para venderlas a tratantes occidentales. El día 6 de abril de 1881, Ahmed el-Rassul y su hermano Illussein, fueron arrestados y encarcelados en Qena, donde fueron torturados. Pero los hermanos no revelaron el origen de los tesoros y, al no poder retenerlos por más tiempo, fueron liberados. El Servicio de Antigüedades, no obstante, siguió de cerca a los presuntos saqueadores. Finalmente, uno de ellos, Ahmed, lo contó todo.
Diez años atrás, en 1871, Ahmed se encontraba escalando la pared de piedra de Deir el-Bahari, en busca de una cabra perdida (casualmente todos los saqueadores de tumbas buscaban siempre algo que habían extraviado) cuando se tropezó con una tumba perdida. De regreso a casa se lo contó a su familia que, de inmediato, vio una buena oportunidad para hacer negocios. Al caer la noche, fueron hasta allí y tiraron un asno muerto dentro para que su hedor ahuyentara a posibles curiosos, mientras ellos, para no levantar sospechas, fueron expoliando la tumba poco a poco. Pero cometieron un error que sería su perdición: se hicieron construir una gran casa en el pueblo que no dejó indiferente a nadie.
Finalmente, al amanecer del 6 de julio de 1881, Mohamed guió al grupo de funcionarios por el pedregoso y empinado camino de la montaña tebana que serpentea a la espalda del templo funerario de Hatshepsup. Émil Brugsch fue el primero en bajar por el tronco de palmera hacia el interior del agujero. Encorvado y sujetando una antorcha con la mano derecha, mientras se tapaba la nariz y la boca con la izquierda, pasó junto al asno en descomposición. Unos pasos más tarde llegó a una pequeña puerta que daba a un largo pasillo que desembocaba en una cámara repleta de momias reales. Allí, junto a Pinedjem I y II y sus familias, se encontraban algunos de los más grandes reyes egipcios. Ahmose, Tutmosis I, II y III, Ramsés I, Seti I, Ramsés II, Ramsés III, IV… ¿Qué estaban haciendo allí todos juntos? ¿Quién los había llevado a ese lugar?
A finales de la Dinastía XXI una inspección de las tumbas del Valle de los Reyes reveló que la inmensa mayoría de sus tumbas había sido saqueada, por lo que se tomó la decisión, para salvaguardar los cuerpos de los faraones allí enterrados, de trasladarlos a un lugar seguro: una tumba-pozo excavada en el más absoluto secreto en la que los reyes más importantes del Imperio Nuevo y los reyes-sacerdotes de la XXI Dinastía, Pinedjem II y II, estarían a salvo de los saqueos.

Superada la emoción del momento, el egiptólogo francés examinó lo mejor que pudo, dadas las circunstancias, las momias de tan ilustres personajes. Pero su estudio in situno fue más allá. No hizo fotografías ni dibujos ni planos del lugar. Ni siquiera elaboró una lista con las momias encontradas. Muy preocupado por el efecto que pudiera tener el hallazgo entre los lugareños (en su mayor parte dedicados al pillaje de tumbas) decidió sacar las momias de allí a toda prisa y ponerlas a buen recaudo en El Cairo. Un grupo de trescientos hombres fue movilizado para su traslado. Sacaron las momias de sus ataúdes sin miramientos y las expusieron al calor del desierto en pleno verano, por lo que se cocieron poco a poco y se fueron degradando mientras esperaban sus envoltorios provisionales. A los dos días partió en dirección a El Cairo el primer grupo de momias reales a bordo de un vapor. Se congregaron multitudes junto al camino que descendía hasta la ribera y a ambos lados del rio. Las mujeres lloraban y se tiraban del pelo mientras los hombres gritaban y disparaban sus armas. En la capital, un oficial de aduanas, por una cuestión impositiva, registró la carga de momias como farseekh,o salazón.
Una vez en el museo de Boulaq, Masperó, que acababa de regresar de Francia, mientras revisaba fascinado las momias se apercibió, al retirar el envoltorio colocado por los funcionarios para el traslado a una de las mismas, de que estaba cubierta por una piel de cordero. Esto lo turbó. La piel de ese animal era considerada impura por los antiguos egipcios. Mientras descorría despacio el infame sudario, una expresión de espanto se fue dibujando en su rostro al tiempo que las horrendas facciones de la momia fueron a apareciendo ante sus turbados ojos. Su cuerpo, cubierto de unas extrañas inscripciones que resultaron ser maldiciones, no estaba momificado al uso. Cuerdas de cáñamo ataban sus pies y manos. Luego, al retirar la piel de la cara, Masperó ahogó un grito de horror y se apresuró a salir al aire fresco del jardín para evitar desmayarse. La momia tenía una expresión de dolor y agonía congelada en el tiempo tan vívida que el egiptólogo la oyó gritar en sus sueños durante noches… Aquel desgraciado había sido enterrado vivo.

Continuará…