La semana pasada Carmen Juan me brindaba uno de esos momentos que ya siempre se quedan contigo y que van forjando tu conciencia literaria y tu forma de estar en la vida: compartir poemas con Francisca Aguirre en la Feria del Libro. La emoción del homenaje estuvo en los versos cruzados, pero sobre todo en su voz sencilla, ligera de equipaje. Porque la grandeza de Francisca Aguirre ha estado siempre en su capacidad de convertir las visiones sencillas, el gesto cercano y la palabra comprometida en una de las más altas cotas del arte de la poesía española de la segunda mitad del siglo XX. El reconocimiento de su obra en los últimos años después de muchas décadas sin favores mediáticos habla bien a las claras de un tiempo nuevo en el que la historia de la literatura la escriben también las mujeres valientes. Nos quedará ya siempre su palabra, pero nos queda, nos tiene que quedar también su humildad y su compromiso, su camino abierto. Tras su muerte, el aplauso tan emocionante que todos le ofrecimos el pasado viernes en Alicante suena hoy a responso.
En uno de sus poemas más leídos se preguntaba «¿Y quién alguna vez no estuvo en Ítaca?» y terminaba diciendo «y encamino mis pasos hacia Ítaca».
Allí iremos a buscarte siempre, Francisca Aguirre, allí donde el mar termina en Ítaca.
Ítaca
¿Y quién alguna vez no estuvo en Ítaca?
¿Quién no conoce su áspero panorama,
el anillo de mar que la comprime,
la austera intimidad que nos impone,
el silencio de suma que nos traza?
Ítaca nos resume como un libro,
nos acompaña hacia nosotros mismos,
nos descubre el sonido de la espera.
Porque la espera suena:
mantiene el eco de voces que se han ido.
Ítaca nos denuncia el latido de la vida,
nos hace cómplices de la distancia,
ciegos vigías de una senda
que se va haciendo sin nosotros,
que no podremos olvidar porque
no existe olvido para la ignorancia.
Es doloroso despertar un día
y contemplar el mar que nos abraza,
que nos unge de sal y nos bautiza como nuevos hijos.
Recordamos los días del vino compartido,
las palabras, no el eco;
las manos, no el diluido gesto.
Veo el mar que me cerca,
el vago azul por el que te has perdido,
compruebo el horizonte con avidez extenuada,
dejo a los ojos un momento
cumplir su hermoso oficio;
luego, vuelvo la espalda
y encamino mis pasos hacia Ítaca.
Francisca Aguirre, Ítaca, 1972.