CLEOPATRA (a Antonio).- Dime hasta dónde alcanza tu amor.
ANTONIO.- Muy pobre amor será aquel que pueda medirse.
CLEOPATRA.-Quisiera señalar el límite del tuyo.
ANTONIO.- No te bastaría con la inmensidad del mundo que conocemos.Shakespeare, Antonio y Cleopatra (Acto I.I)
«Nadie canta con tanta pureza como los que están en el más profundo infierno»
F. Kafka, Carta a Milena
Las pasiones del alma son incorregibles. Por el amor se vive, por el amor se muere. Sin el amor no merece la pena vivir. Pero la pasión -del latín passio– esconde en las entrañas de su etimología la herida del sufrimiento, la fatuidad del dolor y la negrura del daño a pesar de todo. ¿De qué sirvieron el placer y el gozo, la alegría indecible de la vida, si tras la cumbre del amor adviene el súbito declive?
Lunas de hiel (Bitter Moon, 1992) de Roman Polanski explora en los recovecos del alma humana, en los pliegues escondidos del corazón -donde laten los celos y el deseo- a partir de una historia sencilla: un crucero une las vidas de dos matrimonios, vinculando la decadente historia de Óscar (Peter Coyote) y Mimi (Emmanuelle Seigner), y del matrimonio formado por Nigel (High Grant) y Fiona (Kristin Scott-Thomas), quienes celebran su séptimo aniversario de boda. Con esta unión la película logra espejar los destinos de un caída sentimental que comienza y de una destrucción que se corona hasta el límite.

¿Puede haber algo más cruel que reflejar en un espejo el infierno del amor propio, para que los dichosos lo contemplen, para que caigan también en su vértigo infinito?
El amor -ya lo dijo Aleixandre- si no es el paraíso, es sombra del paraíso. Al paraíso acceden Óscar y Mimi durante su estancia parisina. Óscar, un vulgar escritor norteamericano afincado en París que presenta concomitancias con Ernest hemingway o Henry Miller -escritores que también visitaron la ciudad del amor-, se entusiasma ante el hallazgo de la bella parisina Mimi, la bailarina a la que espera al salir de la academia. Óscar se siente como Adán en el paraíso, testigo de la belleza corporeizada en Mimi, en un mundo de delicia insuperable:
“Nada podrá superar el encanto de aquel primer amanecer. Yo podría haber sido Adán, con el sabor aún fresco en mi boca de la manzana. Estaba observando toda la belleza del mundo corporeizada en una mujer, y supe, con cegadora certeza, ¡que eso era todo!”, dice Óscar tras el éxtasis del primer encuentro.
El amor hierve a la temperatura adecuada, aletea en toda su efervescencia, crea su propia cárcel, cerca su recinto sagrado de gozo.
Y sin embargo, de tan intenso se hace insostenible. Solo queda caer, hacerse daño, dominarse, someter, humillar, herirse a consecuencia del amor, persistir en la herida.
Aderezan el dolor la balsámica música de Vangelis, una cuidada fotografía, los diálogos salvajes, la inteligencia compositiva sostenida durante más de dos horas a través de la forma de narrar más arcana que existe: el milagro de contar historias. Como si se tratara de un guiño velado al sultán de Sherezade, Óscar narra su historia de (des)amor con Mimi a Nigel, quien cada noche acude a su camarote con la prisa acuciante de asistir a más relato, de conocer el terrible desenlace. Hay pasión, erotismo, celos (sobre todo la ponzoña de los celos). Asoman los resquicios del dolor, la serpiente del deseo, la curiosidad sagrada de atisbar vidas ajenas.
No revelo el final. Sería como arrancar de cuajo el corazón a un animal indefenso.
Véanla si gustan del cine. Si gustan de Polanski. Si alguna vez sintieron la mordida profunda del amor.
No deja indiferente. Hiere y punza, por momentos endulza el corazón.
Es veneno y, sin embargo, el espectador no puede sustraerse de la pantalla. Hay un magnetismo en la historia que impele a seguir mirando.
Lunas de hiel: negrura amarga, dulzura breve.
Lunas de hiel: tristeza oscura, imprescindible siempre.
Hola, bonito post. Vi la película en su momento y no sabía que decía tantas verdades. Con el tiempo he podido comprobar su certeza, mas allá de la ficción cinematográfica.
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