Los primeros días de septiembre tienen una luz diferente, como los últimos de marzo. ¿Sensación subjetiva? Es muy probable. En estos primeros días de un año nuevo (sí, soy de esa clase de personas para las que los años empiezan con el curso académico), pienso en el verano, pero sin crisis existencial de por medio. No, no voy a llorar (algún sabio compositor añadiría: «que la vida es un carnaval»). Pensar en el verano es pensar en las noches, al menos para mí. Noches y madrugadas de literatura sin libros. ¿De literatura sin qué? Siempre acabo teniendo que explicarme para volver de nuevo a este punto, así que recordadlo mientras lo hago: noches y madrugadas de literatura sin libros.
¿Que qué tiene esto que ver con las noches de verano? Seguramente nada, puede que todo. El caso es que un día, de repente, estás ahí, sentada (voy a utilizar el femenino, que todos se sientan incluidos), con los pies descalzos dibujando espirales en la arena de la playa, hay música y hay risas, hay olas que vienen a romper en la orilla, cerca de donde estás, hay estrellas y una luna menguante, hay brisa, hay una pareja de ancianos cerca de ti, no se miran, te preguntas por qué, hay silencios y hay conversaciones, hay armonía en todo el caos que te rodea. Y de repente, ¡PUM! (me he dicho: ¿por qué no utilizar una onomatopeya?), caes en la cuenta de que, ¡oh, Dios mío!, eso que miras, escuchas y percibes es un contexto. Pero no se trata de uno cualquiera, no, es el de las noches y las madrugadas de verano.
Ahora viene la parte importante: con literatura sin libros. Puede sonar raro, absurdo para algunos, pero para mí, el contexto es la levadura para que las sensaciones crezcan, se amplifiquen. Cuando están despiertas, lejos y cerca del mundanal ruido, entonces ocurre algo. Sin más, te olvidas de ti, y eso es maravilloso y tal vez un tanto espeluznante. Pero lo haces. Y eres otra persona, alguien que espera a otro alguien. Alguien sin nombre. Alguien que se dedica a otra cosa. Alguien que es capaz de crear un historia para la pareja que no se mira, porque, ¿quién puede decirte que no sea cierta si tú eres también un producto de tu propia imaginación? Eres alguien. Eres alguien, pero puedes dejar de serlo en cualquier momento, recuperar tu identidad. Sin embargo, no lo haces. Prefieres ser el alguien que mira a los que no se miran.
Deben de llevar casados muchos años, parecen de los que no necesitan hablar, puede que se lo hayan contado todo, quizá no queden secretos por desvelar. Quizá queden muchísimos pero ya no quieran compartirlos. Es posible que en unas horas se levanten y se vayan, vuelvan a su casa, se desvistan el uno frente al otro, mirándose esta vez, pero sin verse. Cada uno en su lado de la cama. Se cubrirán con una sábana suave, de esas que se enredan alrededor del cuerpo, y se quedarán mirando al techo o quizá a la pared más cercana. Uno de los dos se preguntará, para sí, por qué les miraba tanto esa chica de la playa, era alguien peculiar. Se quedarán dormidos, no al mismo tiempo, puede que ella antes, pensando que él ya duerme. Él no lo hará con tanta facilidad, puede que siga soñando con la guitarra que ha visto en la tienda de música.
Y tú serás por fin alguien, pero no solo para ti. Pensarán en ti como la chica que miraba a todos lados. Eso que haces siempre siendo tú, con nombre. Eso que no puedes evitar. Esperad, ¿por qué hablo en segunda persona si soy yo? Tal vez, como he dicho antes, nos olvidamos, en el contexto correcto de quiénes somos. Es más fácil en las noches y en las madrugadas de verano, donde caben todos los relatos del mundo porque no hay prisa, porque las horas pasan lento, quizá porque las noches se sienten cautivas de la luz del día. Puede que ahí surja esa luz distinta de la que hablaba, a lo mejor ese también es un contexto de otro alguien. Mío o vuestro. Ahora nuestro. Fijaos en la luz de septiembre, seguro que os recuerda a alguna noche y a mucha literatura.
¡Feliz regreso de vacaciones, ¿habéis vuelto en tren?!