Saltaron a la pista central empatados, con las mismas zapatillas, los mismos calcetines y la misma nostalgia por el triunfo. Cargados con raquetas nuevas y heridas de guerra en las muñecas ninguno de los dos habría apostado por estar reviviendo los días felices, tampoco nosotros.
En 2009, cuando el irreverente Nadal mandó a la lona al mejor jugador de todos los tiempos en Australia, su hábitat natural, las lágrimas de Roger anunciaban el largo adiós. La crisis era por entonces una leve desaceleración y eran otros los que llenaban de fotografías nuestros muros. Todavía ganó el suizo cuatro grandes más, incluido el maldito Roland Garros ese mismo año, pero aquellas lágrimas del campeón derrotado resultaron el principio del final de su reinado.
La admiración y el respeto de Rafael Nadal, que se acabó acostumbrando a ganar a su maestro, han encumbrado para la historia una rivalidad que nos hace más fuertes. El campeón imperfecto frente al esforzado campeón. El hijo de los dioses frente al más poderoso de los hombres. Una ofensa ganarle. Solo así se entienden las palabras de Rafa tras la derrota: «Roger se merecía esta victoria más que yo».
Con Roger Federer se había terminado el tenis. Nadie podrá nunca darte una paliza con la belleza del Ballet del Bolsoi. Como escribía Manuel Jabois en su crónica para El País, la perfección del revés a una mano volvió ayer en el quinto set, en aquel punto decisivo, como si volvieran de nuevo los ojos de aquel amor de juventud.
Porque el partido de ayer tenía bastante de ese tiempo, era una oda a la nostalgia. Como quien revive Casablanca esperando otro final, o quizá con la tristeza del que sabe el desenlace pero le gusta. Como en una novela de Raymond Chandler, Federer nos parecía un Marlow retirado y triste, al margen ya de los días de gloria, que de repente se encuentra en el centro de la fiesta y cree en el amor, con el porte de Bogart en El sueño eterno. Y un beso fugaz de la chica guapa, una victoria, una novela, antes de volver al cajón del whisky.
Federer tiene en su juego algo de James Bond. Elegancia, eficacia, silencio, aparente discreción. El reloj en hora, muy gentleman. Desde el tercer juego el suizo arrolló a Nadal con su potencia y su juego dentro de la pista, el baile de la victoria. Había servicios en los que parecía querer agitar el Martini a más de 200km por hora.
La gesta de Nadal ha sido siempre jugar otro partido, en otra dimensión, ante la coreografía de Federer. Todavía el suizo está preguntándose por qué hubo quinto set, por qué entre su brillantez se cruzaron dos sets perdidos con fiereza, y por qué el quinto set comenzó con un break point con el que temblaron los tobillos. Y es que Nadal es el ladrón de bicicletas, el buscavidas, el antagonista perfecto de la historia. El villano encantador. Su juego es constancia, es revés duro, es peloteo infinito. Son piernas. Tenía en sus zapatillas fosforitas con perfil de toro la heroicidad del partido de semifinales contra Dimitrov, donde Rafa recuperó la leyenda, ajustó las cuentas con la historia. Su gran victoria estuvo allí: la sublimación del esfuerzo ante el imperio de la fuerza.
Ayer fue el invitado perfecto. Alargó el whisky y la conversación hasta el quinto set, esperando a que el beso lo diera Federer, pese al ojo de halcón. Podrá contar que él escuchó de cerca, como nosotros, el último canto del cisne.