Tengo pájaros en el pelo. No sabría decir desde cuándo, pero un día los oí piar y, al otro, ya iban y venían a la melena con total confianza hogareña. Ahí descansan por la noche y montan su algarabía por la mañana. Son bolitas pintonas con picos equiláteros y plumas largas y esponjosas como la espuma del mar. Apenas me pesan en la cabeza, me hacen cosquillas por la nuca y, a veces, picotean detrás de las orejas. Molesta un poco, pero lo bueno es que respetan mi tiempo de baño. No sé cuántos hay. El número depende del día. Van y vienen con frenesí. Dejo las ventanas abiertas en casa y los veo volar alto, muy alto, alejándose en el horizonte de techos y chimeneas. Algunos no regresan y, los que vuelven, ya no son los mismos. Si es que lo decía mi madre cuando, después de lavarme el pelo, me pasaba el peine y se atascaba entre los tremendos nudos: «¡Ay, qué nidos! ¡Qué nidos tienes en la cabeza!». Y, claro, alguna vez tenían que salir.
