Un día me dijo: «Me voy. Me he comprado una casa en las nubes». Yo, por supuesto, me reí y preferí la vieja excusa de ir a comprar tabaco. Me preguntó: «¿Vienes?». Y como ya pensé que se le había ido la chaveta del todo, le dejé marchar. No volví a saber de él. Continué con mi vida: trabajo, trabajo, trabajo.
Un día me invitaron a un congreso en otra ciudad y acepté. Tuve que coger un avión. Sobrevolando las nubes, me llamó la atención una agrupación modesta, pero alta y rizada como un peinado. La nube de mayor tamaño tenía forma de casa. Me sonreí acordándome de la estupidez. Mi ventanilla pasó muy cerca de aquel cumulonimbo blanco y dorado por la luz de media tarde y, entonces, lo vi: una puerta de algodón se abrió y de allí salió él, esbelto, con rictus relajado. Se sentó bajo su marquesina con una taza de té, desplegó un periódico. Me quedé atónita. Quizá el ruido del motor interrumpió su lectura apacible, levantó la vista hacia el avión y me miró sonriente desde su silla blanca y dorada. No sé si me atreví a saludar con un gesto de la mano, pero él me guiñó un ojo antes de perderle de vista.
