Antes de Apolo y la flecha de plomo, Dafne fue mordida por el fuego. El fuego de un beso rojo que le quemó el corazón. Aquel beso ocurrió una tarde cualquiera en el cambio de línea de la estación de metro y Dafne se lo llevó a casa, se duchó con él todavía latiendo en sus labios y se acostó con los ojos pegados al techo y con el hormigueo de las brasas recorriendo su cuerpo.  Meses después, el autor del beso llamó a Dafne para verse de nuevo. Ella dudó. Fingió buscar un hueco en su agenda mientras volvía el calor intacto a sus labios. Dafne finalmente dijo que sí, que conocía una cafetería en el centro que le iba a encantar. Ella se peinaba delante del espejo imaginando el encuentro en la cafetería como una obra de teatro: las luces se encienden, los actores entran a escena, se saludan y se sientan en una mesa redonda adornada con flores fucsias. Piden al camarero que al poco trae tazas humeantes. Risas entrecortadas, anécdotas rutinarias hasta la despedida en la entrada del metro. Los chasquidos cordiales de las mejillas se dan muy cerca de las comisuras de la boca, provocando el roce fatal que desencadenará el beso de fuego. Dafne siente cómo se derrite su cuerpo, deslizándose líquido por la acera como sangre en escabeche llegando a la tapadera de alguna alcantarilla. La imagen del espejo le devolvió la oscuridad del subsuelo. Entonces, aquella quemazón se convirtió en frío. Dafne dejó de peinarse. Apagó su móvil y se quedó allí sentada delante de su oscuridad. Para cuando Apolo la encontró, ya tenía su cuerpo cubierto por una dura y gruesa corteza.

Apolo y Dafne, 1908. Óleo sobre lienzo (142.88 x 111.44 cm). John William Waterhouse (1849-1917). Colección privada.