No me gustan las uñas largas. Me las corto al ras. Dentro de la carne. Incluso las de los pies. No paro hasta ver la sangre. Pienso: ahora con el agua de la ducha se cortará. Por supuesto, tampoco soporto las uñas largas en otras personas. Me dan mucha grima, sobre todo, cuando, además, son gruesas: armatostes inútiles e incómodos de gel o porcelana en las manos; incluso las he visto en algunos pies, así, con colores chillones y filigranas. Aunque, a decir verdad, las prefiero a esas prolongaciones amarillas y agrietadas por la dejadez. Ay de mí, cuando llega el verano y veo pies con esas garras dentro de sandalias. Ay de mí, cuando alguien usa la uña de su meñique izquierdo para hurgarse la boca. Cuando eso ocurre (lo de descomponerme ⸺literal⸺ al ver uñas largas), instintivamente, miro mis manos y pies para comprobar que mis uñas están adecuadamente pulidas y continúan sometidas dentro de la carne. La otra noche escuché un titular en la radio que informaba sobre el hallazgo de un cadáver que tenía arrancadas las uñas de las manos y los pies. El autor de los hechos resultó ser un vecino que decía no soportar aquellas uñas. «Me daban mucha grima» argumentó. No sabría explicar, pero me estremecí de inusitado placer y comencé a acariciar mis piernas con las bolitas de carne de mis pies. Y con el roce hipnótico de lo blandito e indefenso me quedé dormida con la radio encendida.

Las manos de la protesta (1963-65). Óleo sobre lienzo (100 x 50 cm). Oswaldo Guayasamín (1919-1999). Fundación Guayasamín. El grito hiriente y la sensibilidad de sus manos.