Doña Clotilde: conocida tiempo ha como Cloé. Ya no hay nadie que la recuerde con ese nombre. Ahora en su escalera de vecinos es Doña Clotilde: pelo blanco, bolsas moradas alrededor de los ojos, silueta alta y huesuda. En casa de Doña Clotilde todavía quedan viejas reliquias de los tiempos de Cloé que un vecinito majo gusta de probarse en las tardes después del colegio: Doña Clotilde, ¿me puedo poner este vestido? Llámame Cloé, hermosura. Y así, Doña Clotilde revive a Cloé, pelirroja, alta, esbelta, en la figura corta de un niño de siete años. Habría que ajustarte el vestido, te sobra tela por todas partes. No, Cloé, por favor. Déjemelo así para cuando sea grande. Pero no se sabrá si esos vestidos aguantarán tanto tiempo. A los papás del vecinito no les gusta demasiado que su hijo pase las tardes en casa de esa señora. Un día se encontraron en el ascensor, el niño: Buenos días, Cloé. Doña Clotilde, se llama Doña Clotilde, reprenden los papás. El niño la mira esperando respuesta, ella sonríe y le dice: He encontrado un vestido nuevo, le guiña un ojo y las puertas del ascensor se abren con los papás saliendo en estampida tirando del niño agarrado de la mano. Ya no volvió a sonar el timbre las tardes de después del colegio en casa de Doña Clotilde y los vestidos fueron poniéndose amarillos dentro del armario. Cloé moriría allí asfixiada y olvidada. Doña Clotilde observa al vecinito jugar en la calle a través de la ventana. Sopla y sopla un tirador de pompas de jabón. Algunas burbujas suben altas hasta su ventana. Doña Clotilde las contempla embelesada. El jabón parece bailar en su prisión redonda. No sabe por qué los destellos multicolor la reconfortan, la transportan a un origen inhóspito, remoto, irreconocible; tampoco sabe por qué siente tanta pena cuando aquellas burbujas estallan en el aire.
