Los habitantes de Cibersia son un misterio. Nadie los ha visto. Se piensa que, por fuerza, debe de tenerlos. Alguien debe ocupar esos rascacielos de azoteas con bonsáis y piscinas cristalinas, alguien debe de servir los cócteles en las barras de los hoteles de lujo, alguien tendrá que sacar brillo a la cubertería de plata, cambiar las sábanas, desatascar los inodoros. Cibersia es un enigma de parques inmensos y plazas blanquísimas y tensas como la piel de un tambor. Las fuentes brillan al aire con el estrépito de los chorros de agua. Todo el mundo quiere visitar Cibersia. Aunque nadie sabe exactamente dónde está. Unos dicen que en una isla remota. Otros que a la vuelta de la esquina. A pesar de su enclave fantástico, Cibersia existe. Muy pocos privilegiados cuentan haber estado y menos son los que se atreven a contar lo que ven allí. Se habla de puertas que se abren y se cierran solas, de mecedoras que se mecen solas, de columpios que se balancean solos… A algunos les tiembla el labio cuando cuentan que han visto sombras, figuras vestidas de piltrafa que se mueven sigilosas entre las butacas de los grandes salones. Dicen que viven debajo de los rascacielos, entre escombros, y que hasta las ratas ya se fueron de ahí. Pero quién sabe si esos seres son los verdaderos habitantes de Cibersia. Hubo una vez una persona que así lo afirmó. Volvió agitado, zarandeando hombros para despertar conciencias. Nadie le creyó. Sacudieron las hombreras de sus trajes y se ajustaron el nudo de la corbata. Decidieron que estaba loco, pues aquello que describía era un lugar de pesadilla y monstruos y eso, eso no podía ser Cibersia, un lugar de abundancia, de posibilidades, de perfección.
