De aquellos paseos…

Era pescador y siempre olía a sardinas. Tenía las uñas rotas de tanto lijar los costados de la barca. Sus manos callosas y agrietadas manejaban sogas gordísimas y deshilachadas. Aquel pescador tenía la piel tostada y unos fuertes músculos de trabajo duro. Un día me invitó a subir a su barca, paseaba distraída por el puerto y me silbó descarado. Era un domingo caliente de tedio y decidí dejarme llevar mar adentro. Las líneas del puerto se iban haciendo cada vez más pequeñas, grises, informes. El mar se iba haciendo más y más oscuro y golpeaba la barca en un vaivén rítmico, casi hipnótico. El cielo estallaba de luz y se fundía líquido con el mar, podía tocarlo con solo alargar la mano. El pescador permanecía callado y me miraba mucho. Ataba algún cabo aquí o allá o atendía el timón. De vez en cuando trepaba por el mástil y exhibía su musculatura morena, bajaba de un salto a cubierta y la barca se quejaba con un movimiento ondulante. Yo tampoco decía nada, dejaba que el viento y el sol azotaran mi cara, los únicos elementos reales de aquel momento. Cuando el cielo se puso violeta y los primeros luceros vespertinos comenzaron a brillar, el pescador me dejó en tierra. Me dijo que no volvería hasta el verano siguiente. Me pidió mi dirección y durante el invierno me mandó muchas cartas, larguísimas, no sé si de amor, pero sí eran bonitas. Abrumada, desconcertada, iba acumulando su correspondencia y yo todavía no le había contestado a ninguna de sus palabras. Al final tomé la determinación, cogí un boli rojo, corregí las faltas de ortografía y se las envié de vuelta.

Tributo a la gran Concha Alós,

Los cien pájaros, 1969.

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