Era la noche propicia a cualquier conjuro. La atmósfera cálida, el sonido hinchado de los grillos, las estrellas lejanas brillando vanidosas sobre el profundo océano del cielo… El balcón estaba adornado de glicinas, buganvillas, jazmines, galanes, tiestos de geranios rosas, rojos y otros tonos mezclados por la meticulosa obra de los insectos libadores. El aroma era tan intenso que las bocanadas podían masticarse, tragarse, se quedaban un buen rato en el pecho, palpitando vida, naturaleza. Los amantes estaban ensimismados, mimetizados en la magia del balcón. Bebían y comían. Reían y se acariciaban. Hacían planes de futuro, de huida… Esa noche todo era posible y ellos lo sabían, las estrellas lo aprobaban desde lo alto y los grillos cantaban un himno de libertad. Todo era posible y, con la dicha de la certeza, los amantes durmieron muy abrazados, arrumados por los grillos y las estrellas impasibles. Pero todo despareció con la llegada del día y la luz mezquina del sol dotó de vulgaridad los restos de la cena abandonados en el balcón, las sábanas insultaban descaradas tiradas en el suelo, las flores habían cerrado sus corolas por el calor sofocante. Todo era anodino, asfixiante, abrumador. Despertaron con la voluptuosidad escandalosa de las chicharras que agitan su abdomen para llamar a las hembras sin saber ellas, pobres, que morirán una vez pongan sus huevos. Los amantes no pensaron en esto, solo se dieron un breve beso sobre los labios sin apenas mirarse a los ojos. Se despidieron con un escueto «te llamo».
Eco y Narciso, 1903. Óleo sobre lienzo (109,2 x 189,2 cm). John William Waterhouse (1849-1917). Walker Art Gallery(Liverpool).