Mi hermano nació muy pequeño y pronto. No sé las semanas que estuvo en aquella incubadora, pero salió de allí cien gramos más flaco de lo que había entrado. El mismo día que mi hermano vino al mundo a mí me nació el brazo derecho. Tuve que acostumbrarme a él igual que mis padres lo hicieron con los llantos de aquella criatura que se retorcía en retortijones de cólico. No sé los meses que pasaron, los suficientes para cambiarlo de cuarto y venirse al mío. Primero en camas separadas, pero como él decía que tenía miedo estando solo y yo terminaba quedándome dormida en su pequeña cama con el biberón en la mano, mis padres decidieron que era más práctico unir los colchones. Así yo dejé de ir de una cama a otra a altas horas de la noche y mi hermano desarrolló la respiración tranquila de los animales mansos, protegidos. Mi hermano dormía agarrado a mi brazo derecho, pellizcando el dorso de la mano. Para mí era como dar cobijo a una bolita pequeña, un cachorro que siempre tiembla de frío. Pasaba su pierna por encima de mi cuerpo, «para que no te escapes» decía. Yo tenía tres piernas ya. No sé cuántos años pasaron hasta que un día, un sábado cualquiera, se me cayeron el brazo y la pierna. Los dejé sobre el sofá jugando con mi hermano, mientras yo salía por la puerta cargada con una caja de libros y con la culpa sesgándome el cuello.
Mujer con abanico, 1916. Óleo sobre lienzo (161 x 97 cm). María Blanchard (1881-1932). Museo Reina Sofía. La dama del cubismo.