—Hacía tiempo, ¿no?
—Da gusto verte, estás como siempre.
—Más vieja.
—Más guapa. No me mires así. Es la verdad.
—¿Qué te apetece tomar?
—No sé. Déjame ver la carta.
—Me sorprende que hayas querido quedar.
—Quería verte. Como tú dijiste: hacía tiempo, ¿no?
—Se me hace raro.
—Y a mí. Me estoy conteniendo.
—¡Anda ya! Siempre tan exagerado.
—Es la verdad.
—¿Y cómo te va la vida? ¿Qué has hecho todos estos años?
—¿De verdad te interesa? No me mires así.
—De algo habrá que hablar.
—Prefiero hablar de nosotros.
—Sabes que no hay un nosotros. ¿Por qué insistes en hacerte… en hacernos daño?
—Ya sabes lo que pienso. No he cambiado de parecer.
—De eso hemos hablado muchas veces. No tiene sentido darle más vueltas.
—Yo solo sé que me contengo cada vez que te veo…
—No puede ser. Lo sabes bien.
—Claro que lo sé. Tengo asumido que duermes con otro cada noche.
—También tú. No lo olvides…
—Si tú quisieras…
—Déjalo. No es tan fácil.
—Es verdad, supongo que nos gusta complicar las cosas.
—¿Quieres que pida la cuenta?
—Vámonos de aquí.
El triunfo de la muerte, 1562. Óleo sobre tabla (117 x 162 cm). Pieter Bruegel, el Viejo (1525/1530-1569). Museo del Prado.