No lo vi venir. Aunque sí escuché el sonido de sus pasos detrás de mí. Esos pasos que sonaban a bicicleta, a zumbido de zapatillas veloces, a leve roce sobre la acera. Fueron pasos que no vi venir, pero sí sentí el estallido en mi oído, el golpe seco que retumbó en mi cabeza y me hizo casi perder el conocimiento. Aun así, luché, luché por mantener la poca dignidad que pudiera quedarme, porque mi bolso y mi hombro se fueron con aquellas zapatillas que aleteaban sobre el asfalto. Es curioso lo que se llega a pensar en una situación como esa. Sin cartera, sin móvil, sin llaves de casa a la una de la madrugada, solo queda tocar el timbre de mi propio piso y rezar (literal) por que esté todavía despierta la compañera. Es curioso, cuando uno ve las noticias piensa que los percances siempre les ocurren a otros y que nunca le pasará nada. Pobre. Esa noche mi compañera y yo nos atrincheramos en nuestra propia cama, sin dormir, sin poder pegar ojo, pensando que hay un energúmeno con las llaves de casa y la dirección bien clarita en el DNI. De sentirme un ser intocable y al margen de los sucesos, pasé a notar el peso del universo, comprendiendo lo azaroso de mi insignificancia en un espacio cósmico de millones de años luz donde un asteroide encuentra en su trayectoria un enorme planeta, desintegrándose en polvo y fuego. Yo, más bien, me rebocé en polvo cuando aquel tipo me tiró al suelo y lo único que ardió fue mi oreja por el puñetazo que me propinó. Sigo oyendo el rumor de aquellos pasos justo detrás de mí, los asteroides chocan después de largos periodos de tiempo, pero…

Nighthawks, 1942. Óleo sobre lienzo (85 x 152 cm). Edward Hopper (1882-1967), Instituto de Arte de Chicago. «El pintor que encontró el color exacto de la soledad y de la alienación urbana«.