Se sujetaba el estómago con las manos. El recogido de peluquería le estiraba las sienes y comenzaba a dolerle la cabeza. Notaba que se estaba mareando. Esperaba detrás del telón a que anunciaran su nombre, pero se hacía largo con los actos de relleno. Necesitaba serenarse. No podía vomitar. No era el momento. Cerró los ojos y oyó su nombre al fin. Se vio salir al escenario tras las cortinas rojas, se vio coger aquella placa metálica con brillos de oro. Todo el mundo aplaudía, se oían silbidos. Sonreía con la boca abierta ignorando la tirantez del peinado. Más aplausos. Después vendrían los periodistas, entrevistas, quizá algún autógrafo por la calle, las visitas concertadas, honoríficas, inauguraciones, apretones de mano, besos, sonrisas, más peinados tirantes… Abrió los ojos y se encontró agarrada a la cortina roja, en la sombra. Fuera, todo silencio, expectación. Su nombre se anunció de nuevo y con paso firme se dio la vuelta y salió corriendo entre bastidores hacia la calle. Alguien sorprendido le gritó, pero ¿adónde vas? y ella, en el furor de su carrera, se limitó a responder: se está muy bien aquí.
La estrella, 1876-77. Pastel (58 x 42 cm). Edgar Degas (1834-1917). Museo de Orsay.