Era una tarde normal de esas en las que los niños salen a jugar al parque y los abuelos llevan pan mojado a las palomas o a los patos de haberlos habido. Una tarde apacible y dorada de esas que no parece que vaya a pasar nada trascendental, pues en esa tarde tan normal y tan tonta tuve el arranque bohemio de sentarme en una terracita con una infusión de hierbas exóticas y una libreta en la mano para hacer garabatos. Entonces le vi. Mi amigo de infancia, mi amiguete del colegio que siempre nos sentábamos juntos para distraernos en las clases. Cuánto tiempo, ¿cuánto?, ¿quince?, ¿veinte años? Le sonreí y levanté la mano para saludar. Él me miró y torció el morro. Noté cómo se le tensaban los hombros y se apresuró por desaparecer. Me disgusté. Por mucha prisa que tuviera, un saludo no se le niega a un viejo amigo. Aquello me hizo pensar en nuestra amistad. Cuándo empezamos a distanciarnos y ¿por qué?, ¿por qué?, ¿por qué?…
El cíclope, 1914. Odilon Redon (1840-1916). Kröller-Müller Museum, Otterlo (Holanda).