Mi amiga Libertad entró de golpe en casa. ¡Lo tengo! ¡Lo tengo! ¿El qué? La solución. ¿La solución a qué? A todo. Dame al menos un beso. Pero nada. Ella continuó hablando como una ametralladora. Es momento de cambiar, me decía. Habló de manifestaciones, de abolir el capitalismo, de parar las guerras, de economía, de medio ambiente, de partidos políticos y no sé qué movimiento nuevo. Tenemos que cambiar, repitió. ¿Vas a ayudarme? ¿Acaso puedo negarme? Y traté de cumplir mi promesa. La ayudé en todo lo que pude: propaganda de sus manifestaciones pacíficas, dormimos en tiendas de campaña, inundé las redes sociales con sus ideas que, francamente, compartía de corazón. Sin embargo, una tarde la encontré llorando sentada en el portal de mi casa, esperándome. ¿Qué pasa? Nadie me siguió, todos están muy ocupados. Sentí vergüenza de mí misma porque en lo más profundo de mi ser supe que la había fallado. La miré a los ojos y le dije rotunda, lo que pasa es que tienen miedo. ¿De mí?
La libertad guiando al pueblo, 1830. Óleo sobre lienzo (260 × 325 cm). Eugène Delacroix (1798-1863). Museo del Louvre, París.