Sobre ‘Cuatro estaciones en La Habana’ (Netflix, 2016)

Los escritores cubanos Leonardo Padura y Lucía López Coll han adaptado en el guion de la miniserie ‘Cuatro estaciones en La Habana’ (estrenada en Netflix en diciembre de 2016) la tetralología de novelas policiales que Padura dedicó al personaje de Mario Conde, encarnado de manera brillante por Jorge Perugorría. El Goya Felix Viscarret (mejor guion adaptado por Bajo las estrellas) se ha encargado de dirigir un proyecto ambicioso y necesario: la recreación cinematográfica de La Habana de los años 90 que Leonardo Padura retrata en sus novelas, en un formato a medio camino entre el cine y la televisión, pues la primera entrega, Vientos de La Habana, se estrenó en cines, y las otras, Pasado perfecto, Máscaras y Paisaje de Otoño se presentan cada una en dos capítulos que completan las diferentes tramas.

La narrativa de Padura ha sido celebrada por su retrato de los bajos fondos de La Habana durante el denominado ‘periodo especial’ cubano. Un ambiente de corrupción política y tráfico de drogas que el espectador presencia con los ojos del teniente Mario Conde, personaje que sirve de conexión entre un poder omnímodo pero invisible y la realidad de la calle. Y de fondo la ciudad. Una ciudad de La Habana decadente, mísera, presa de su historia reciente, retratada de manera excelente en la fotografía de la producción, sin duda lo mejor de la adaptación. Tanto en las novelas de Padura como en esta narrativa audiovisual que dirige Viscarret la ciudad cobra un protagonismo decisivo para el desarrollo de la trama. Los planos aéreos y los rincones inverosímiles desde donde se aprecia la belleza infinita de La Habana, con sus colores diversos y sus tonos de sol y de noche, acompañan la presentación de una trama que gira en torno a la resolución de un asesinato que llevan al lector espectador por diferentes temas (drogas, homosexualidad, tráfico de influencias, tráfico de obras de arte) que nos hablan también del alma de la ciudad. No podemos entender a Holmes o 007 sin Londres, a Horatio sin Miami, ni tampoco a Mario Conde sin La Habana.

El protagonista es un teniente frustrado, nostálgico, escritor, en el que brilla su anhelo de justicia y la fidelidad de su carácter. Desaliñado, fondón, con inclinación al alcohol y a las mujeres bonitas, resuelve los casos a la manera de Holmes o Poirot, más con deducción que con violencia, aunque la acción es importante en la resolución de la trama. Si la novela negra se adapta al contexto de producción, Mario Conde es una recreación maravillosa de cómo sería un detective cubano de perfil novelesco. Sus pesquisas, poco ortodoxas, le llevan a utilizar la lengua como vehículo principal en su investigación. Conde no embiste, pregunta. Su empatía con los implicados en los casos (que le lleva, a lo Bond, a coquetear y acostarse con las mujeres protagonistas de cada una de las historias) provocan por lo general una confianza que acaba por ser decisiva en la resolución del conflicto. Y siempre un fogonazo decisivo, como le ocurría a House, sirve para resolver el caso, aunque Conde desprenda una cierta torpeza, tan característica de los protagonistas del policial latinoamericano actual, alejados de los superhéroes, configuran la fina ironía de este policía atípico, melancólico, fiel, desafortunado en el amor y propenso a la melancolía que solía podía imaginarse en las calles de La Habana.

Aquí la intro de una miniserie hispano-cubana recomendable, ‘Cuatro estaciones en La   Habana’, poco sonada, cargada de erotismo y de cultura, con una banda sonora que habla de esta Habana negra. La música, a flor de piel,  de Mikel Salas. El título es también una sinopsis de la historia, ‘Vivir así es vivir al borde’.

Véanla y me cuentan.

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