La egipcia fue una de las civilizaciones más importantes de la historia, pero estaba envuelta en el más absoluto misterio. De ella solo quedaban los vestigios de su glorioso pasado enterrados en las arenas. Pero nadie sabía qué eran en realidad ni quién ni cuándo los había construido. Las respuestas parecían estar escondidas en los extraños signos de la milenaria escritura, los jeroglíficos, que los cubrían.
Fue en un templo de la isla nilótica de Filas donde se realizó, en el año 394, la última inscripción jeroglífica, pero por entonces hacía ya mucho tiempo que ésta solo era comprensible para un grupo reducido de personas, los sacerdotes. El Imperio Bizantino, que por esos días controlaba Egipto, prohibió los cultos «paganos», cuyas «palabras de los dioses» o mdw-ntr, como así llamaban los egipcios a los jeroglíficos, cayeron en el olvido y, con ellas, la civilización que las alumbró. Durante siglos todos los eruditos que intentaron descifrarlos habían fracasado. Tuvo que estallar una guerra para que el antiguo Egipto volviera a la vida después de más mil años de silencio.
En 1798 Napoleón Bonaparte invadió Egipto, entonces en poder de los mamelucos. Era una expedición de conquista, pero imbuida por el espíritu revolucionario y el ilustrado, de ahí que acompañando al ejército fuese un grupo de 170 historiadores, científicos, anticuarios, artistas y lingüistas cuya misión consistía en estudiar en profundidad el milenario y desconocido país. Los monumentos, las infraestructuras, la cultura, la geografía, la flora y la fauna de Egipto llenaron varios volúmenes de lo que se convertiría en una de las grandes obras enciclopédicas de la historia: Description de l’Égypte (1809-1829). Se redescubría así un territorio que solo era conocido a través de la literatura clásica y por los relatos de algunos viajeros que se habían adentrado más allá de El Cairo. Pero Francia estaba en guerra con Inglaterra, de manera que los ingleses no tardaron mucho tiempo en hacer acto de presencia en el Nilo.

Ante la inminente llegada de los británicos los galos se apresuraron a fortificar el país. En una pequeña ciudad cercana a Alejandría llamada Rosetta, mientras se estaban llevando a cabo obras de reconstrucción de una vieja fortaleza turca, unos soldados encontraron un bloque de piedra que les llamó la atención. Se trataba de un monolito al que le faltaba la parte superior y tenía una de sus caras grabadas con unos extraños signos. Afortunadamente entre los militares había un ingeniero que no tardó en darse cuenta de la importancia del hallazgo.
La piedra fue trasladada y examinada por los eruditos franceses que habían seguido a Napoleón hasta Egipto. Grabados en la piedra había tres textos escritos en grafías diferentes: un primero (de arriba a abajo) en jeroglíficos; a continuación otro en demótico; y finalmente un texto en griego. Esta última era una lengua bien conocida por lo que no supuso problema alguno leerla, y al hacerlo se descubrió que se trataba de una estela del faraón Ptolomeo V, uno de los reyes griegos que siguieron a la conquista del país por Alejandro Magno en el 331 a.C., concretamente un edicto religioso que en su día sería colocado en un lugar público para su mejor difusión y conocimiento por parte de todos. Esto significaba que en la piedra había un mismo texto en tres versiones distintas.

La escritura jeroglífica era ante todo de carácter monumental. Sus contenidos trataban de aquello que debía quedar inmortalizado, sobre todo textos religiosos, inscripciones de tipo político e histórico y biográfico. Pero para el uso administrativo, especialmente en papiro, había una clase de escritura jeroglífica simplificada, la hierática. Ambos tipos de escritura se usaban simultáneamente. Con el tiempo, alrededor del siglo VII a.C., la escritura se simplificó y abrevió aún más y surgió una nueva, la demótica. Esta última se convirtió en la escritura propia de la vida cotidiana, mientras que el hierático pasó a circunscribirse al ámbito religioso.
Como decíamos, los ingleses, persiguiendo a Napoleón, llegaron a Egipto, y Horacio Nelson destruyó la flota gala en la bahía de Aboukir (1801). Bonaparte, convencido de que aquello suponía el canto del cisne de su aventura egipcia, y alertado por un amigo de una nueva infidelidad de su esposa, Josefina, emprendió el viaje de regreso a Francia abandonando a su suerte lo que quedaba de su ejército y a los savants o sabios que lo habían acompañado al Nilo. Éstos, conscientes de la importancia de la estela, falsificaron un documento en el que se decía que el general Menou, a quien Napoleón había dejado al mando al marcharse, se la había comprado a un coleccionista local. Se trataba de sortear las disposiciones del armisticio firmado con los ingleses, en virtud del cual todas las antigüedades, documentos y colecciones del tipo que fueren, pasaban a ser propiedad británica.
Mientras los galos preparaban su transporte en secreto a Francia la piedra se llevó a casa del general en Alejandría. Enterados de esta argucia, los ingleses enviaron un destacamento de soldados con un cañón a casa de Menou, que después de amenazar con quemar la casa con él y la estela dentro, se rindió. La piedra fue trasladada a Londres, donde fue exhibida en el Museo Británico. Los franceses perdieron la estela pero habían hecho varias copias en papel que resultaron definitivas para la nueva batalla que iba a comenzar poco después entre dos de las mentes más brillantes de la época.
Thomas Young (1773-1829) era un reconocido científico y médico inglés que había diagnosticado por vez primera el astigmatismo, establecido los colores primarios y descubierto la naturaleza ondulatoria de la luz, etc. Pero Young tenía también una innata facilidad para las lenguas. Aprendió a leer a los dos años y a los cuatro había leído la Biblia dos veces. A los treinta años hablaba siete idiomas. Su gran talento para las lenguas propició que recibiera el encargo de intentar resolver el misterio de la Piedra de Rosetta. Young era un científico por lo que planteó su investigación de los jeroglíficos como tal. Siguiendo deducciones lógicas buscó patrones que se repitieran en los tres textos de la piedra a partir del griego, una lengua bien conocida por él.

Mientras, en Francia, Jean- Baptiste Fourier, que había sido nombrado prefecto del departamento de Isère a comienzos de 1802 después de su regreso de Egipto acompañando a Napoleón, se estaba encargando de redactar el prefacio de la Description de l’Égypte. Un día, mientras inspeccionaba una escuela, conoció a un joven que no dejó de hacerle preguntas sobre Egipto y los jeroglíficos. Impresionado, Fourier lo invitó a visitar su colección personal de antigüedades y le regaló una copia de las inscripciones de la piedra de Rosetta. El joven tenía, como Young, un don para los idiomas, especialmente los antiguos. El adolescente galo estaba obsesionado con descubrir la verdadera edad del mundo y creía que la respuesta podía estar en las lenguas. Pensaba que encontrando la más antigua de todas averiguaría la edad del mundo. Se llamaba Jean François Champollión (1790-1832).

El genio francés empezó por realizar un análisis comparativo entre las dos escrituras egipcias. Intuyó que había una relación entre las grafías jeroglífica y demótica a partir de la observación de una y otra: los signos se parecían. Esto le llevó a pensar que tal vez ambas lenguas podían ser la misma solo que en estadios evolutivos distintos.
Mientras tanto, en Londres, Young estaba realizando importantes progresos. Había identificado cuarenta jeroglíficos y también había intuido que el fragmento en demótico podía ser una escritura cursiva de la jeroglífica. Pero un día, mientras buscaba otros textos en los fondos del Museo Británico, se tropezó con un problema que estuvo a punto de echar por la borda todo su trabajo. Él había planteado su investigación a partir del texto en griego, por lo que pensó que la escritura jeroglífica se leía, como la griega, de derecha a izquierda, a fin de cuentas así era como estaban orientados los jeroglíficos en la piedra. Entonces en un monolito almacenado en el museo observó que sus jeroglíficos estaban al revés; es decir, miraban hacia la izquierda, no hacia la derecha como los de la piedra o como las letras griegas. Desesperado, llegó a decir a uno de sus íntimos que «a veces preferiría un dolor de muelas a seguir trabajando con los jeroglíficos».
Young, sin saberlo, había descubierto la manera en que se leen los jeroglíficos: mirándolos de frente. No había norma alguna en Egipto que indicase el sentido de la escritura, éste estaba determinado por el deseo del escriba y por las particularidades del soporte. Los jeroglíficos pueden estar escritos de derecha a izquierda o a la inversa, de arriba a abajo o al revés. La clave está en mirarlos de frente. Si el jeroglífico de, por ejemplo, el polluelo de codorniz, que se corresponde con la letra U, mira hacia la izquierda, se debe leer de izquierda a derecha.
Mientras en Londres Thomas Young se metía temporalmente en un callejón sin salida, en Francia, depuesto Napoleón Bonaparte y restaurada la monarquía borbónica, Jean François y su hermano mayor y gran valedor, Jacques-Joseph, republicanos convencidos, fueron acusados de conspiración contra el rey, detenidos y condenados al destierro. Ambos perdieron sus puestos de profesores, y las copias de la piedra y demás textos en jeroglífico que tenían les fueron confiscadas. El Gobierno encargó a Silvestre de Saçy, un respetado lingüista que había sido profesor de Jean François en el Liceo de Grenoble, que prosiguiera con el trabajo. No obstante, pronto resultó evidente que solo Champollión el Joven podía hacerlo, por lo que para evitar que fueran los ingleses los primeros en lograr descifrar los jeroglíficos, los hermanos fueron amnistiados y restituidos en sus puestos.
La condena de Jean François Champollión pudo darle el triunfo a Thomas Young. El inglés descubrió que los nombres de los reyes estaban encerrados dentro de una suerte de anillos de forma ovoide llamados cartuchos, por su similitud con la munición de los mosquetes, y recopiló ochenta y seis equivalencias de palabras demóticas con el griego, pero les atribuyó valores fonéticos erróneos.
De vuelta en París y mientras daba un paseo Jean François pasó por la puerta de una iglesia copta. La liturgia cristiana de Egipto apenas había cambiado en mil años. Esto llevó a pensar a Champollión, siguiendo los pasos de Kircher, un jesuita alemán del siglo XVII, que en el copto podía estar la respuesta. Con el Cristianismo se introdujo en Egipto el alfabeto griego, también para la lengua egipcia, completado eso sí (todos los sufijos, por ejemplo) con algunos signos genuinamente egipcios necesarios para aquellos fonemas ajenos al griego, y así nació una nueva lengua, el copto.
Champollión el Joven comparó los cartuchos con los nombres de los faraones griegos que aparecían en la Piedra de Rosetta, y le dio los valores fonéticos correctos a los signos jeroglíficos que los formaban a partir del copto. Después, al estudiar una copia de unas inscripciones del tempo de Abu Simbel, obra de Ramses II (1279-1213 a.C.), pudo descifrar los cartuchos de los faraones egipcios, muy anteriores a los griegos. Al principio fue estableciendo correlaciones letra por letra, y a medida que ampliaba su espectro de letras le fueron accesibles nuevas palabras, formas gramaticales e incluso la sintaxis. Descubrió además que los jeroglíficos no tenían únicamente valores fonéticos, sino ideográficos, es decir, que expresaban una idea o un concepto. El lingüista francés identificó más de 1.400 jeroglíficos que se correspondían con apenas 500 palabras del fragmento en griego de la piedra.
El 14 de septiembre de 1822 la puerta del despacho de Jacques-Joseph Champollión se abrió súbitamente, y tras ella apareció un emocionado Jean François, que como de costumbre había pasado la noche trabajando en los jeroglíficos, y después de gritar «Je tiens l’affaire!» (¡Lo tengo!), cayó desplomado. Una vez repuesto comunicó su descubrimiento en la Carta para M. Dacier relativa al alfabeto fonético jeroglífico utilizado por los egipcios (1822) a la Academia Francesa.
Young y Champollión se carteaban, y en sus misivas intercambiaban impresiones relativas a sus investigaciones. Con el paso del tiempo sus conversaciones se fueron dilatando y agriando, tal vez fruto de la frustración que uno y otro debieron sentir en momentos puntuales de su investigación, y a las presiones de sus respectivos gobiernos que, como sabemos, no estaban precisamente en buenos términos. La tensión entre ambos alcanzó su punto álgido cuando Champollión demostró, a partir del copto, que los valores fonéticos que Young había atribuido a determinados signos en un artículo publicado en la Enciclopedia Británica (1818) eran erróneos. El científico inglés reaccionó no reconociendo el descubrimiento del francés y acusándole de haberle robado su trabajo. Champollión, contrariado, le recordó a Young que ambos habían intercambiado información en sus epístolas, por lo que era un sinsentido que lo acusase de robarle su trabajo. Finalmente, el británico acabó reconociendo el logro del galo y felicitándole.
Champollión quería viajar a Egipto para verificar su descubrimiento. Había, no obstante, dos problemas. El primero era que el país ahora estaba en manos británicas, y el segundo y más peliagudo era la Iglesia. Recordemos que Champollión estaba desde niño obsesionado con descubrir la edad del mundo, y en este sentido creía que podría averiguarla si aprendía la lengua más antigua de todas, que él pensaba era la egipcia. Los exégetas bíblicos habían establecido que el mundo había surgido, después del Diluvio, hacía exactamente 4.040 años. Esto significaba que cualquier civilización anterior a esa fecha no podría haberle sobrevivido, pues absolutamente todo fue destruido por la ira de Dios. El descubrimiento de Champollión planteaba dos posibilidades a este respecto: o bien los exégetas bíblicos habían errado por completo sus cálculos o bien la Biblia no decía la verdad, pues era evidente que al menos una civilización, la egipcia, había precedido a la destrucción bíblica y la había sobrevivido.
El Gobierno francés, monárquico y en buenos términos con Roma, se enfrentó al dilema de tener que decidir qué hacer con Champollión y su descubrimiento. Por un lado no podía contrariar a la Iglesia, pues Francia había regresado al régimen monárquico absolutista y, éste, estaba legitimado « por la gracia de Dios», pero por el otro la carrera por descifrar la Piedra de Rosetta se había convertido en una cuestión de orgullo nacional. Finalmente se llegó a un acuerdo: Champollión podría viajar a Egipto con un permiso especial, pero si encontraba algo que contraviniese las enseñanzas de la Iglesia, no lo publicaría. De hecho casi toda su obra sería publicada póstumamente por su hermano Jacques-Joseph Champollión.
Champollión pasó dieciocho meses en Egipto, en los que pudo corroborar su teoría, y a su regreso, en 1831, fue reconocido con las más altas condecoraciones de Francia, premiado con una cátedra, nombrado conservador del Louvre, etc. Pero apenas un año más tarde, diabético, tísico, paralítico y enfermo de gota, el padre de la Egiptología murió a los 41 años. Ya en el siglo XX la NASA le dio su nombre a un cráter lunar.

Thomas Young, por su parte, continuó con sus investigaciones en diversos campos convencido de que el mayor error de la sociedad moderna era dividir el saber en compartimentos estancos, aunque aceptaba que la especialización posibilitaba rápidos avances, que cercenaban la visión general del mundo y dificultaban su concepción como un todo. El sabio inglés falleció en Londres el 10 de mayo de 1829.