La señora del Nilo

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Busto de Hatshepsut, Museo Egipcio de El Cairo. Fuente: Bedman, T; Martín Valentín, F, (2004:66)

Cuando Jean François Champollion (1790-1832) llegó al vestíbulo del templo de Deir el Bahari, al oeste de Tebas, en la actual ciudad de Luxor, se sorprendió al encontrar las figuras grabadas en los muros de dos faraones juntos, uno detrás del otro, protagonizando las ceremonias de culto a los dioses y de gobierno de los hombres. El lingüista francés acababa de descifrar los jeroglíficos y estaba realizando un viaje por Egipto para poner a prueba su descubrimiento sobre el terreno. Champollion conocía a uno de ellos, el rey Tutmosis III (1479-1425 a.C.), había leído varias veces su nombre en diferentes monumentos y sabía que había sido un gran rey, pero nunca antes había visto  el nombre del otro, el rey Hatshepsut (1479-1457 a.C.).

A medida que se adentraba en el templo y veía las pinturas y leía los jeroglíficos su asombro iba en aumento, pues en las representaciones murales del templo en las que aparecían ambos reyes, el misterioso soberano ocupaba siempre la posición preeminente justo por delante de Tutmosis. Pero lo que terminó de desconcertar a Champollion fue que los verbos que acompañaban al nombre del rey Hatshepsut estaban en femenino, no obstante, las pinturas no ofrecían duda alguna, su cuerpo era el de un hombre y estaba ataviado con los ropajes y los atributos propios y exclusivos del faraón. Los egiptólogos tardaron cien años más en entenderlo. Hatshepsut era una mujer que se convirtió en hombre para ser faraón de Egipto.

En el antiguo Egipto el faraón  ostentaba el poder absoluto. Todos los reyes de Kemet (el verdadero nombre de Egipto) eran la encarnación de Horus, el dios halcón, que casi siempre se representaba antropomórficamente con cuerpo de hombre y cabeza de halcón. El hecho de que en la mitología egipcia Horus fuera simbolizado desde los primeros tiempos como un hombre con cabeza de pájaro, coadyuvó a que se normalizara socialmente que el faraón, la encarnación de Horus, fuera un hombre. No obstante la esencia divina y la legitimidad real no eran transmitidas por el hombre sino por la mujer, concretamente por la Gran Esposa Real. Esta paradoja, como veremos seguidamente,  terminó siendo la causa de muchos conflictos sucesorios a lo largo de la historia del País de  las Dos Tierras.

Los faraones se casaban con muchas mujeres, pero la mayoría de ellas eran esposas secundarias que además solían ser las hijas de gobernantes extranjeros enviadas a Egipto como muestra de buena voluntad o con el fin de estrechar lazos de amistad entre el país de origen de la joven y Kemet. También había concubinas. Y tanto las unas como las otras deseaban que uno de sus hijos varones se convirtiera algún día en faraón. Pero, como decimos, la portadora del linaje era la Gran  Esposa Real, por lo que  cualquier hijo varón engendrado por el rey con ella se convertía automáticamente en el heredero al trono.

Hatshepsut, el misterioso faraón que Champollion había descubierto en Deir el-Bahari, tenía tres hermanos, pero todos eran hijos de su padre, el faraón Tutmosis I, y de una esposa menor, Mutneferet, por lo que no eran herederos claros. Ella  era la única entre los descendientes vivos del rey que estaba emparentada directamente con la dinastía XVIII a través de su madre, Ahmés, una hija del fundador de la dinastía, Amosis, y de su esposa principal, Ahmés Nefertari. Solo por las venas de Hatshepsut corría sangre real pura. Esta situación pudo llevar a pensar al padre que su hija, a pesar de ser mujer, podía sucederle en el trono. De hecho, ya en su segundo año de reinado, durante una festividad del dios Amón, en Tebas, el oráculo de esta divinidad indicó a Tutmosis I que el heredero legítimo era la joven princesa.

Los antepasados de la infanta convirtieron a Amón en el dios nacional de Egipto y con ello otorgaron un gran poder a sus sacerdotes. Además, su padre, Tutmosis I, había iniciado las obras del gran templo de  Karnak, en Tebas, el mayor de Egipto. Amón y su clero le debían mucho a la familia de  Hatshepsut. Los planes del rey, no obstante, se truncaron con su inesperado fallecimiento, y el que acabó subiendo al trono fue uno de los hermanastros de Hatshepsut, Tutmosis II. Pero éste, al no ser hijo de la esposa principal no contaba con la legitimidad para gobernar, así que para evitar enfrentarse con el poderoso clero amonita aceptó casarse con su hermanastra, que así se convirtió en  Gran Esposa Real.

Pero este matrimonio de conveniencia duró muy poco, apenas tres años, los que tardó Tutmosis II en morir. El trono volvió a quedarse sin heredero legítimo, ya que del enlace solo nació una niña, Neferura. Pero Tutmosis II había tenido un hijo con una concubina llamada Isis. Muerto el rey, los partidarios de su hijo, el futuro  Tutmosis III,  maniobraron para proclamarlo faraón. Hatshepsut, que ahora contaba con 25 años, veía cómo de nuevo el hijo de una esposa secundaria, esta vez de su fallecido marido, se interponía en su camino al poder, aunque sabía que nadie podría imponer en el gobierno a un niño de muy corta edad a quién, según la ley, habría que desposar con una princesa de sangre real legítima, que en aquel entonces no era otra que la pequeña Neferura, su hija. Se repetía la situación anterior, pero esta vez la ambiciosa reina tenía un plan.

Cuando un faraón moría pasaban setenta días, el tiempo que duraba el proceso de momificación y los funerales, hasta la coronación del nuevo rey. Como el heredero, Tutmosis III, era un niño de nueve años, Hatshepsut aprovechó su puesto de Gran Esposa Real  y el vacío de poder para colocar a dos de sus más íntimos colaboradores, Hapu-Seneb y Se-en-Mut en dos de los puestos de mayor relevancia del país: el primero fue nombrado Sumo Sacerdote de Amón, y el segundo, Visir. A continuación se acordó el matrimonio entre el único hijo varón del rey fallecido, el príncipe Tutmosis, con la princesa Neferura, descendiente directa de  Hatshepsut y portadora en consecuencia de la sangre divina. Se formó una suerte de triunvirato, en virtud del cual Tutmosis aparecería en las imágenes de los templos y en los actos públicos como soberano del Bajo Egipto, Neferura como Gran Esposa Real y Hatshepsut como rey del Alto Egipto. Pero como esta última contaba con el apoyo del clero amonita y del Visir, era ella la que ejercía el poder efectivo. Es por esto por lo que cuando Champollion visitó su templo funerario en Deir el-Bahari encontró en sus muros las imágenes de dos reyes coetáneos oficiando ante los dioses y, de los dos, que  fuera Hatshepsut la que ocupaba el lugar de preeminencia.

No debemos  pensar que la única motivación de la reina-faraón fuera la ambición. El sentido del deber, la conciencia de ser la única heredera del linaje dinástico, y la admiración por la obra realizada por su padre, Tutmosis I, debieron ser también factores importantes. Además, había que consolidar el imperio que su progenitor había empezado a crear y ello necesitaba  un dirigente fuerte y capaz, no un faraón niño. Es lo que debieron pensar también los dirigentes y los nobles egipcios, el clero de Amón por descontado, que dieron su beneplácito a la entronización de una mujer, a pesar de ser algo inusual.

La aceptación  del nuevo orden de cosas, no obstante,  debió de ir acompañada de una operación de legitimación y de propaganda. Hatshepsut empezó a vestirse con  las ropas de un hombre y a revestirse con los atributos propios de un faraón: el faldellín, la barba postiza, el tocado nemes, la cola del león, etc. También adoptó los nombres, hasta cinco, que correspondían a un rey. Las construcciones que levantó se llenaron con imágenes suyas y textos destinados a legitimar su entronización. El clero de Amón, controlado por Hapu-Seneb, creó la «teogamia», el misterio religioso que pretendía la naturaleza divina del nacimiento de la soberana. En éste se representa, en los muros del templo de Deir el-Bahari, la unión amorosa y milagrosa de su madre con el dios, de la cual nació Hatshepsut.

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Templo de Hatshepsut en Deir el-Bahari. Fuente: Schulz, R; Seide, M. (1997: 184).

Convertida en faraón emprendió el proyecto arquitectónico más importante de Egipto desde las grandes pirámides de la dinastía IV, mil años atrás, su templo funerario de Deir el-Bahari. Enclavado en un circo rocoso y dispuesto en dos estructuras superpuestas de edificios dotados de columnatas peristilas de pilares cuadrangulares y rematados por una pirámide, sus líneas claras y rectas destacan sobre el abrupto fondo de la montaña tebana. Se llega hasta el a través de dos rampas con escaleras que lo  conectan con una calzada que lleva a un embarcadero junto al Nilo, y, en su interior, Champollion  pudo leer también el relato de la expedición a Punt, otro de los grandes logros de la reina- faraón.

Los productos procedentes del interior de África llegaban a Nubia, el actual Sudán, que era la frontera sur de Egipto, a través del desierto en caravanas de asnos, y luego, pasadas las grandes cataratas del Nilo, se embarcaban en dirección a Tebas. Normalmente, y en tales circunstancias, muchos productos de alto valor añadido, como el incienso, el olíbano, la mirra, y otros, solían llegar a su destino  muy deteriorados como consecuencia de las mil peripecias del largo viaje y de las varias transacciones comerciales entre mercaderes. Entonces y para intentar solucionar el problema se decidió traer los árboles a Egipto.

Lo cierto es que nadie en Egipto conocía exactamente el camino hacia Punt. Aunque en los anales se mostraba que varios soberanos del Imperio Antiguo (2707-2170 a.C.) y también del Medio enviaron expediciones allí, los textos de esta época tan temprana solo decían que se debía viajar hacia Oriente, en la dirección del sol naciente, y luego hacia el Sur a través del mar. Con tan poca información, en el octavo año de reinado de Hatshepsut se aparejaron cinco grandes barcos construidos con madrea de cedro del Líbano, y se cargaron con todo lo necesario para el viaje.

La flota partió de Tebas, y descendiendo por el Nilo llegó a Bubastis y al lago Timsah, donde se abría el canal excavado en el Imperio Medio (2119-1793 a.C.) que desembocaba en Los Lagos Amargos. Desde allí las naves alcanzaron el Mar Rojo, y navegando a lo largo de la costa en dirección al Sur, la expedición llegó, después de más de 2.800 kilómetros de viaje a Punt, en el  Cuerno de África.

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 Los reyes de Punt, templo de Hatshepsut, Deir el-Bahari. Fuente: Schulz, R; Seidel, M (1997:185)

 Una vez en su destino los viajeros fueron recibidos por  los reyes y su corte. La  reina, una mujer llamada Ity, llamó mucho la atención de los egipcios por su gran masa corporal, y el rey, Pa Rahu, por su barba prominente y sus extremidades cubiertas con anillos metálicos. El húmedo e imprevisible clima  tropical, la exuberante y a la vez extraña flora y fauna del lugar, las costumbres de sus gentes, tan distintas de las suyas, la forma de sus casas y el a sus ojos extraño aspecto de sus habitantes, debieron de asombrar a los recién llegados.

Una vez realizados los saludos protocolarios y los intercambios de regalos, los egipcios hicieron saber a los puntitas el motivo de su viaje, y éstos les facilitaron lo que habían ido a buscar. Los árboles fueron extraídos de la tierra y trasplantados en grandes macetas redondas y luego subidos, por seis hombres cada uno, a los navíos. También embarcaron varios notables indígenas, entre ellos la real pareja con sus hijos, no como prisioneros, sino como invitados. Una vez en Egipto, fueron recibidos por Hatshepsut. Esta visita diplomática fue inmortalizada también en las paredes de Deir el-Bahari.

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Traslado de un árbol de Mirra, templo de Deir el-Bahari. Un detalle muy interesante: en el ángulo inferior izquierdo de la imagen aparece un cartucho (el óvalo encierra siempre un nombre real) con el nombre borrado de Hatshepsut. Fuente: Schulz, R; Seidel, M (1997: 185)

Tutmosis III había crecido y se había convertido en un joven inteligente, fuerte y ambicioso que al completar sus estudios, y como era preceptivo en un príncipe, entró en el ejército. En poco tiempo su valor, destreza en el manejo de las armas, astucia y  cercanía con los soldados, le granjearon su simpatía y admiración. Escaló rápidamente en el escalafón y fue aglutinando en su persona cada vez más cargos de responsabilidad y de mando. Sin haber cumplido aún los treinta años era el Supervisor de los Graneros del Ejército, es decir, controlaba los suministros de víveres, y Comandante de los Arqueros y  de los Carros de Combate, las dos unidades de elite del ejército egipcio.  La carrera militar de Tutmosis, al principio, no debió de inquietar demasiado a Hatshepsut, pues esta le obligaba a permanecer alejado de palacio, en Siria, la frontera más conflictiva del imperio. Pero pronto las cosas empezaron a ir mal.

 Primero murió Hapu-Seneb, el Sumo Sacertote, y poco después, en el año 16 del reinado de Hatshepsut, lo siguió a la tumba  Neferura. La pérdida de su única hija  debió de ser un golpe sumamente duro para la reina-faraón.  Su fallecimiento supuso además la extinción de la línea de sucesión dinástica femenina y marcó el principio del fin del reinado de la madre. Parece que  la muerte de la Gran Esposa Real fue acompañada de la caída en desgracia de Sen-en-Mut. El hasta entonces todopoderoso Visir, Arquitecto Real, Astrónomo y Agrimensor Real, entre otros muchos títulos, desapareció de la escena misteriosamente. No se ha encontrado referencia alguna a él, hasta entonces omnipresente, por ninguna parte durante los últimos años  del reinado de Hatshepsut, precisamente desde la muerte de Neferura. Viendo el fulgurante ascenso de Tutmosis III, convertido ya en Comandante Supremo del Ejército ¿decidió el Visir cambiar de bando? Tal vez fuera así, de lo contrario, ¿por qué se colocó una estatua suya en el Dyeser Ajet, el templo funerario de Tutmosis III, también en Deir el-Bahari? Esto explicaría su caída en desgracia y su posterior muerte en extrañas circunstancias. Sea como fuere, lo cierto es que la soberana se quedó sola y sin apoyos y falleció cuatro años después que Se-en-Mut, tras veinte años de reinado.

La muerte de Hatshepsut y de su hija dejaron a Tutmosis III el camino expedito al poder absoluto.  Él, que se veía a sí mismo como el legítimo rey había vivido veinte años a la sombra de la todopoderosa reina-faraón, un tiempo más que suficiente para preparar su venganza contra la que, a tenor de los acontecimientos posteriores, consideraba una usurpadora.  El nuevo faraón decidió borrar todo rastro de la existencia de Hatshepsut.  Ordenó martillear  las imágenes en las que apareciera la reina y borrar su nombre en aquellos lugares donde se encontrara. Además su momia fue sacada de la tumba en la que fue inhumada junto con la de su padre Tutmosis I, la KV 20 del Valle de los Reyes, y abandonada en  otro hipogeo cercano pero sin concluir, la KV 60. Estos hechos no solo pretendían borrar el legado de la reina-faraón y con ello condenarla al olvido sino que buscaban también privarla de la «otra vida», puesto que para alcanzarla era imprescindible que su rostro y su nombre se conservasen intactos, y que su momia permaneciese en su lugar, rodeada de las  fórmulas mágicas que facilitaban el tránsito a la vida eterna. Pero la venganza de Tutmosis III  no se detuvo aquí, pues  también se desmontaron algunos monumentos levantados por Hatshepsut, como la Capilla Roja de Karnak, y se tapiaron otros, como el Quiosco de la Barca Solar, en el mismo templo.  Es como si Tutmosis III  hubiera decidido dejar para la posteridad solo los nombres de aquellos reyes que en verdad merecieran ser recordados, y, al parecer, Hatshepsut no era uno de ellos.

Como si de una profecía se tratase, en uno de los obeliscos levantados por Hatshepsut en el templo de Karnak, en Tebas, encontramos las siguientes palabras de la reina: «A aquellos que en los años venideros contemplen mi obra, no digan que nunca existió o que fue presunción, más al contrario digan, cuán propio fue todo de ella».

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