No puedo explicar la poesía. No puedo, no quiero, como diría Daniel Sánchez Arévalo en boca de alguno de sus personajes. ¿Por qué? Simple y llanamente debido a que desconozco cómo hacerlo. ¿Se explica o se siente? Quizá tenga algo que ver con esa pregunta mi constante precaución por el tema. Y si explico los significados que guarda un poema, ¿acaso no estoy limitando las interpretaciones que hagan mis alumnos? Por no hablar de que lo primero que se escucha al nombrar «poesía» es un prolongado suspiro de desencanto seguido de frases como: «¿Y eso para qué sirve?» o «No entiendo qué mierda quiere decir esto». Así, sin vaselina ni miramientos. ¿Y qué hacemos en ese caso? ¿Contamos anécdotas de la vida del autor? Probablemente, si lo hacemos, surgirán otras interrogantes: ¿Eso se estudia?, ¿tengo que saberme las fechas de nacimiento y muerte?, ¿qué subrayamos?
¿Qué subrayamos? La pregunta, de por sí, ya me escuece. Tener que darles una respuesta me irrita todavía más. La educación literaria se ha vuelto tan mecanicista que me enerva: leer/explicar, subrayar, memorizar. ¿Y comprender? ¿Y relacionar? ¿Y disfrutar? No sé dónde han quedado esas cosas, pero, lo que es evidente, es que hay que buscar otras maneras para superar la indiferencia que sienten por la literatura en general y por la poesía en particular.
No digo que esto ocurra en todas las clases, porque cada una es un pequeño universo quijotesco, sin embargo, sí que es cierto que el desinterés que se ha adquirido en los últimos años, casi como un hábito, logra que me replantee muchas cosas. No espero que se aprendan los contenidos de memoria, que conozcan cada detalle, cada periodo, porque el modelo historicista nunca ha llegado a convencerme; ahora bien, si vamos a trabajar un poema del Modernismo y a la pregunta «¿cuál es su máximo representante?» contestan, con tanto convencimiento que incluso me asustan, que es Martín Lutero, no sé si echarme a llorar o reír. Acabo inclinándome por la segunda, para mantener el optimismo a raya. Aun así, se enciende la alarma.
Hablar de poesía en el aula es hacerlo en un idioma que no comprenden. Leer poesía en el aula es provocar bostezos y caras de desconcierto. Realizar un comentario de texto lleva al nerviosismo y a la agitación, porque, claro, ¿y si sale en el examen? La eterna ansiedad por el examen. Y entonces yo digo: pues no hacemos examen. Les quito la literatura, propongo un trabajo y una selección de poemas, creyendo no que les hago un favor, sino que, de ese modo, van a disociar la poesía de los prejuicios que han aflorado en torno a ella, sin saber muy bien por qué. A pesar del esfuerzo, exceptuando algún que otro caso, sigue habiendo reticencia, tal vez porque no lo entienden y porque tampoco tienen ningún afán por comprender algo que vaya más allá de las canciones de Maluma o JBalvin, que se escuchan por los pasillos como himno de una generación. No digo que no deban hacerlo, que no puedan, mi preocupación tiene que ver con que focalicen su atención sola y exclusivamente en eso. Porque esas letras se entienden (quizá demasiado fácil, en más de un sentido) y porque: «Profesora, ¿este tío se cree muy listo por escribir así? Está postureando». Chaval, “este tío” es Miguel de Unamuno. Mi-guel de U-na-mu-no. Si tenemos un poco de suerte, la respuesta será: ¿El que escribió las Rimas de Bécquer? Ese mismo, sí.
¿Es esto la antesala de la muerte poética en la educación actual? En un post anterior hablaba, con sinceridad, sobre la importancia de que seamos nosotros los que nos acerquemos a su mundo, a sus intereses. Sigo pensando igual, creyendo que ese es el primer escalón a superar. No es que nos garantice nada, sin embargo. Lo que nos puede haber servido en una ocasión, puede convertirse en un fracaso en otra. ¿Qué hacemos, pues? ¿Rapeamos a César Vallejo? ¿Parafraseamos a Rafael Alberti? ¿Leemos por mímica a Ángel González? ¿Bailamos, con beatboxing de fondo, a Santa Teresa? Yo me planteo hacerlo. No me niego a este nuevo tipo de “lecturas”, a lo mejor porque, en este momento, son mi clavo ardiendo. ¡Y Dios cómo quema! Así que, sí, no puedo explicar la poesía. Ni puedo, ni quiero, ni me dejan hacerlo. No, al menos, como a mí me hubiese gustado que me la enseñasen (y que algunos profesores, a lo largo de mi vida, hicieron a las mil maravillas). No. Ahora hay que calzarse las agallas y mimetizarse con la juventud. Llevar la poesía del revés, como si fuese una gorra, y los pantalones algo caídos. Por lo menos, así escucharán y, posiblemente, al finalizar la clase, nos pregunten: «Profesora, ¿con ponerte eso en el examen vale?». Y sí, lo más probable es que se inquieten porque no, no pueden subrayarlo en ninguna parte. Al menos, podríamos acabar con la plaga del dictado-subrayado.
Me hago fan de tu reflexión. A mí me ocurre lo mismo cada vez que le cuento a alguien que estudio Humanidades y me gusta la literatura… en fin. Yo no me rindo, sigo con mis pasiones así se caiga el mundo y por lo que leo en tus textos tú tampoco lo haces. Así da gusto 😉
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