Hace escasos días se cumplían tres años de la muerte de Gabriel García Márquez, alrededor de 133.225 días sin Gabo. Nunca he tenido del todo claro si creo o no en las casualidades, quizá porque tengo mucha fe en lo inevitable, en aquel instante exacto en el que se cruzan dos miradas y sabes, a ciencia cierta, que esos ojos lo van a ver todo de ti. Pero demos un pequeño salto en el tiempo para entender a dónde quiero llegar con este post.
En el primer trimestre del año 2014 estaba a punto de comenzar mi Trabajo de Fin de Grado y, como en la mayoría de las ocasiones, tenía muy claro lo que no quería hacer. Entonces, mi tutora, a la que admiro y aprecio muchísimo, me dio varias opciones que consideré durante días. Leí, releí, barajé una posibilidad y otra, hasta que se redujo la lista a tres obras de García Márquez. La segunda parte fue fácil, por fin sabía qué quería hacer, ya tenía el sí. Quizá fue el título, la manera en la que se me grabaron a fuego esas cuatro palabras, puestas juntas en una frase que podía significar muchas cosas: Ojos de perro azul (1947). Para aquellos que no conozcáis la obra, podría daros los típicos datos que os puede ofrecer cualquier buscador, pero prefiero dejaros un extracto de uno de los relatos que integran el libro, el que le da nombre:
Le veía los párpados iluminados como todas las noches. Fue entonces cuando recordé lo de siempre, cuando le dije: «Ojos de perro azul». Ella me dijo, sin retirar la mano del velador: «Eso. Ya no lo olvidaremos nunca». Salió de la órbita, suspirando: «Ojos de perro azul. He escrito eso en todas partes» (2004: 86).
A partir de ese momento, fui yo la que comenzó a escribirlo por todas partes, a descubrirlo, en realidad. Era la obra, pero también el escritor. No me molesta reconocer que había algo obsesivo en la manera de leerlo, de encontrar resquicios de cosas que necesitaba entender. A tal punto llegó esa pasión desorbitada que aprovechaba cualquier excusa para eludir otras responsabilidades y centrarme en esas páginas. Dejaba guiños a sus novelas donde podía. Recuerdo que el Centro de Estudios Mario Benedetti (Universidad de Alicante) organizó un certamen literario aquel año y participé con un relato en el que colé la fecha de publicación de Cien años de soledad (si alguien no me cree, que consulte el Boletín nº4 del CeMaB). Lo que quiero decir es que todo tenía un nombre y unos ojos, y creció una ilusión, de esas que se encuentran entre el sueño y la utopía, en la que acababa conociendo a Gabo. Siempre he sido un poco ilusa, los que me conocen lo saben.
Entonces, cuando el trabajo comenzaba a tomar forma, a respirar por sí solo, sucedió, aunque nadie había hecho una crónica de esa muerte tan anunciada. Lo recuerdo como si hubiese sido ayer. Estaba en la cama con los libros abiertos y un borrador del trabajo. De fondo, se oían las noticias. Escuché su nombre y fue extraño lo que sucedió después, porque aunque a lo largo de los años me había apenado la muerte de escritores o personas a las que admiraba, nunca había llorado por ninguno. Tal vez ahí reside parte de la magia de la literatura: cuando te lee, ya no hay vuelta atrás. Había leído mucho, y después seguí leyendo más, sin embargo, sentía que era a mí a la que habían encontrado con las páginas abiertas, como el corazón.
Así que sí, los considero tres años de soledad, pese a seguir homenajeándole, porque lo necesito y porque lo siento. Porque creo en lo inevitable, y lo eran aquellos ojos de perro azul que estaban escritos por todas partes y que yo hoy dejo escritos aquí para que os miren, os vean y os lean desde este #TrenMacondo.
Tremendamente sincero y precioso. Desde luego, has escrito con el corazón abierto.
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¡Muchísimas gracias! 🙂
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