Hace cuatro años, en una de esas carreteras que atraviesan Europa, vi amanecer sobre Austria. Por alguna extraña razón, no he vuelto a encontrarme con la luz rota y virginal de aquel verano, aunque la busco.
Tampoco sé si habrá posibilidad de hallarla de nuevo. Sea como fuere, a veces tengo la impresión de que el tiempo se detuvo ahí. Esa es la misma sensación que me provoca la literatura; me alumbra posibilidades infinitas y sueños que se han quedado estancos.
Leer es ir en un tren rumbo a todas partes. Hay paradas de rigor en uno y otro sitio, como en el bosque de Thomas Hardy, en la inigualable Thornfield de Charlotte Brontë, en las esperanzas de Dickens, en la África de Chinua Achebe, en la nada de Carmen Laforet, en las luces de Valle-Inclán, en el sueño de verano de Shakespeare, en la rayuela de Cortázar, en la Barcelona de Ruiz Zafón, en la ciudad libre de Tinuë de Patrick Rothfuss, en el orgullo y el prejuicio de Jane Austen, en la Transilvania de Bram Stoker, en el terror de Stephen King, en la Provenza de Morris West, en la Alemania de Markus Zusak, en los monstruos de Sendak, en la Troya de Homero, en un lugar de cuyo nombre Cervantes no quiso acordarse, en el Macondo de García Márquez.
En nuestro Macondo.
Hacia ahí irá este tren, hacia donde queramos a través de las palabras. El precio del billete es un noventa por ciento de ilusión y un diez por ciento de magia. ¿Me acompañáis hacia lo que podemos descubrir y redescubrir?
#TrenMacondo rumbo a…
Estamos deseando subirnos al tren… ¡Gracias!
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